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La mirada de Teresa

El retrato que Pasolini y Moravia hicieron de la religiosa que hoy será canonizada

Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia y Elsa Morante, su mujer, visitaron la India en 1961. Estuvieron allí un mes y medio, en el que, además de conocer algunas de las principales ciudades del país, participaron en un congreso organizado con motivo de la celebración del primer centenario del nacimiento de Rabindranath Tagore. De resultas de aquel viaje salieron a la luz sendos libros con los recuerdos e impresiones de Pasolini y Moravia: "El olor de la India" y "Una idea de la India", respectivamente.

Para Renzo Paris, autor de una original biografía del escritor romano ("Alberto Moravia. Una vita controvoglia") y de una amistosa rememoración de lugares transitados por el poeta y cineasta boloñés ("Pasolini. Ragazzo a vita"), la diferencia entre esas dos aproximaciones a la fascinante realidad de la India consistía en lo que los títulos de cada una de ellas dejan traslucir. En una entrevista que le hizo a Moravia, Paris afirmaba: "En vuestros respectivos libros sobre la India, no por casualidad uno de ellos basado en el 'olor' y el otro en una 'idea', expresabais dos concepciones occidentales, una racional y la otra visceral, que parecían destinadas a no encontrarse jamás".

En efecto, la obra de Moravia deja inalterado al lector; la de Pasolini, en cambio, lo impregna de sensaciones. "En cuanto a los olores de la India, se trata de un título que tal vez no tiene correspondencia con el texto, pero define bien a la India, que es un país en el que los olores son predominantes y característicos. Además, el olfato es el más animal de nuestros sentidos y esto confirma el neoprimitivismo de Pasolini", señaló Alberto Moravia.

Basta con leer el segundo párrafo de la página inicial del libro de Pasolini para percatarse de la fuerza que lo aprehende: "Son las primeras horas de mi estancia en la India y no sé dominar la bestia sedienta encerrada en mi interior, como en una jaula". Y habiendo tomado la decisión de deambular por los alrededores del Taj Mahal Palace, traspasado el umbral de este gran hotel, se adentró, por la Puerta de la India, en la noche de Bombay y en un universo de emanaciones intensamente olorosas del que daría cuenta en la relación escrita del viaje.

Moravia, Morante y Pasolini asistieron, en Nueva Delhi, a una recepción en la embajada de Cuba, en donde la atención de Pier Paolo se sintió reclamada por la presencia de dos prelados, diplomáticos, que, a juzgar por su altura y delgadez "debían de ser españoles: tenían el aire de los espadachines". Y la vívida inquietud por la religión que lo habitó de tantas maneras a lo largo de su vida personal, literaria y cinematográfica, afloró súbitamente en él: "Por primera vez tuve la sensación de que el catolicismo no coincide con el mundo". Le parecía a él que, en aquel subcontinente de cuatrocientos millones de personas, los delegados de la Iglesia de Roma no eran más que "un vivaz garabato en rojo y negro".

No sucumbió, sin embargo, a esa sensación cuando, junto a Alberto y Elsa, conoció en Calcuta a Madre Teresa, quien, al igual que otros religiosos católicos en la India, exhalaba una dulzura y vitalidad que eran, para Pasolini, la más sublime expresión del espíritu de Cristo. Teresa se había consagrado a los leprosos, a los que atendía, en compañía de otras cinco o seis religiosas, en un pequeño hospital, en el que eran acogidos y acompañados hasta el último instante de su vida. "Solamente las iniciativas de este tipo pueden servir, porque empiezan a partir de la nada", solía comentar ella.

Pasolini percibió en Madre Teresa los rasgos de una santa Ana de Miguel Ángel y la bondad de la anciana Françoise, la sirvienta de "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust: "Sin aureolas sentimentales, sin esperanzas, tranquila y tranquilizadora, poderosamente práctica". Y al leer la descripción que Pasolini hace de la que, a partir de este domingo, será santa Teresa de Calcuta, viene a la mente la centenaria sor María, el personaje que aparece al final de "La gran belleza", la película de Paolo Sorrentino. La Santa (Giusi Merli) habla poco, pero conoce por su nombre a cada uno de los flamencos, heraldos del amor, que, en su vuelo migratorio, se acercan, para descansar, hasta el lugar en el que se encuentra la religiosa. Las palabras, sucintas, cinceladas y esenciales de aquella enigmática mujer resuenan como un aldabonazo en el entorno mundano y frívolo de Roma: "La pobreza no se cuenta, se vive", sentencia ella en el banquete preparatorio de una entrevista sobre las penurias de su vida misionera en África.

Así también Madre Teresa, a la que Pasolini, en "El olor de la India", describe como "anciana, de piel morena porque es albanesa, alta, seca, de mandíbulas casi viriles y mirada dulce que, donde mira, 've'". Su mirada penetrante, desde el fondo de las cavidades oculares, ahondadas por la visión del sufrimiento humano, las horas insomnes junto a los que la necesitaban y la imposibilidad de hallar momentos para el descanso reparador, brillaba, sin embargo, con el fulgor de una luz que, proveniente de las profundidades del ser, se filtraba por aquellas dos luminarias suspendidas del rostro, en su cuerpo menudo, encorvado y enjuto. Ojos que, hacia dondequiera que miraban, "veían", con la fina agudeza gnoseológica de las almas sencillas, creyentes y compasivas.

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