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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Las niñas y niños son lo primero

El drama de una madre adoptiva de dos niñas gemelas a las que el padre biológico reclama

Últimamente se desveló un hecho consternador como es el de la joven madre que dio a luz a su hijo, hace cuatro años, cuando era una adolescente de catorce. Según ella se lo arrebataron nada más alumbrarlo, y no hay un porqué para dudar de la veracidad de ello, puesto que en muchos lugares de España y también aquí, en Asturias, hubo muchos casos semejantes de robos de recién nacidos, no hace mucho tiempo, en las maternidades, donde se les decía a las puérperas que la criatura había muerto y se negaban a mostrarles el cadáver con la peregrina explicación de que ya se encargaba el centro de todos los trámites para enterrarlo; y además se les mentía respecto del sexo del bebé, para dar pistas falsas que dificultasen la investigación y la búsqueda de la verdad de quienes habían oído claramente llorar a su hija o hijo y se hallaban totalmente seguras de que habían traído al mundo a una criatura viva y sana. El tráfico de rorros es una práctica impía universal, y también constituye una impiedad que la madre o el padre o ella y él a la vez, que dieron en adopción a su niña o a su niño, se presenten de sopetón en el domicilio de la familia adoptante y manifiesten su pretensión de iniciar los trámites para recuperar a la hija o hijo y comenzar la convivencia cuanto antes a su casa.

En todo este asunto de las adopciones debe tenerse un total respeto a la adoptada o adoptado, porque en demasiadas ocasiones viven tragedias que no salen a la luz, en las que una pequeña o un pequeño, debido a la insensatez y al egoísmo de los adultos, se convierten en el niño aquel por el que dos madres peleaban, porque cada una aseguraba que era la verdadera y entonces intervino en la desagradable disputa el sabio rey Salomón y, como juez de la controversia, les propuso dividir al nene en dos partes y darles a cada una la mitad del cuerpecito. Una de ellas dijo que sí, sí, que muy bien y que adelante; pero la otra se puso a llorar horrorizada, negándose a admitir tal solución macabra y afirmando que renunciaba a él antes de que lo mataran. Entonces el rey sabio dictaminó que ella era sin duda la verdadera madre, porque prefería salvarlo de la muerte y que viviera, aunque le costara mucho dolor esa decisión que supondría, sin duda, no verlo nunca más.

Esta historia bíblica se repite y repite a lo largo de los siglos, a diario y a todas horas con suavizantes y variaciones.

Y una de esas versiones la sufrí inesperadamente este verano en la playa de San Lorenzo de Gijón, donde me reencuentro cada año con una, al menos, de esas viejas amigas que se fueron y nos traen el estío o el bullicio de la navidad cada invierno o la primaveral pascua florida.

Ocurrió un día de principios de agosto, cuando vi a Brichi, Brígida, que iba muy ensimismada paseando por la orilla del mar como si buscara agujas en la arena. La saqué de su concentración y, pese a su alborozo al verme, me pareció triste, desmejorada. Le pregunté por sus preciosas gemelas, Hafsa y Leila, y si las había traído como otros veranos o las había dejado en Xauen, donde su marido era médico y ella profesora en un centro de enseñanza de español; y en lugar de responderme se apresuró a ponerse las gafas de sol, pero no con la suficiente celeridad como para evitar que yo viera sus lágrimas que quería esconder.

Me abrazó y lloró. Después se serenó y esperé a que hablara, temiendo que les había sucedido algo malo a las niñas.

Ellas se quedaron allí y están bien, me dijo. La que estoy mal, muy mal, soy yo, tan mal como el padre.

Y sin que me diera tiempo a lucubrar qué podía sucederle a aquella mujer siempre activa, ruidosa, risueña, para que estuviera tan despachurrada, empezó el relato que iba a hacerme llorar también a mí.

Las niñas, creo que lo sabes, son adoptadas.

No, no lo sabía, le dije.

Bueno, prosiguió algo más sosegada. Las adoptamos, porque el padre, que no estaba casado con la madre, al enterarse de que su pareja gestaba un par de gemelas, se largó. Las niñas nacieron y la madre no podía criarlas y decidió darlas en adopción. Conocimos el caso y decidimos adoptarlas. Tenían un par de meses cuando llegaron a nuestras vidas, al mismo tiempo que su madre se moría de un cáncer cerebral que había sido diagnosticado erradamente como una cervicalgia severa. Pero, ahora, de repente el padre, en paradero desconocido, se presentó en nuestra casa con la pretensión de llevarse con él a las niñas que van a cumplir seis años, contándonos que se había ido a buscar trabajo para poder mantener a su mujer y a las pequeñas, pero que había enfermado y por eso había tardado tanto en regresar. Supusimos que nadie creería estas patrañas ni confiaría en la palabra de alguien con esa conducta irresponsable pero el juez, tras las pruebas de paternidad, dictaminó que él, como padre biológico, tenía derecho a convivir con ellas dos días semanales, aunque las dos lloren desesperadas y nos griten que no quieren irse, cuando viene a buscarlas, sin que a él le afecten sus llantos; y ni se inmuta tampoco si, a la vuelta, en su presencia nos dicen, por ejemplo, que desayunaron dulce y comieron y cenaron tajín en un bar de la plaza de la Medina los dos días y se acostaron cuando dejaba de ser de noche y empezaba a salir el sol; o que ese nuevo papá no es malo pero no les gusta, porque es muy aburrido, no huele bien y siempre está fumando.

Brichi suspiró hondamente.

No nos queda más que esperar a que un juez escuche a las niñas, musitó llorosa.

Es imperdonable, prosiguió con rabia, tratar así a los menores, sin ningún respeto, como si fueran objetos que, a veces, incluso se usan a modo de artefactos dañinos de chantaje o como armas arrojadizas para herir a la otra parte.

Es abyecto desdeñar sus sentimientos y deseos, y arrancarlos violentamente de los brazos que los mecieron, de las manos que los acariciaron, de las bocas que les narraron cuentos y les cantaron, de los labios que los besaban.

Es impensable que puedan existir monstruos humanos que consideren que las niñas y niños son una propiedad privada de los adultos que los ponen en este mundo o de quienes dependen, cuando son, en realidad, esas criaturas las dueñas de aquellos a quienes quieren y con quienes desean vivir, porque les dan amor, mucho amor verdadero, que alimenta más que la comida, y besos, mejores que caramelos, porque sin cariño ni caricias ni palabras nuevas ni historias, los juguetes más caros son únicamente cosas muertas que no sirven para jugar, porque el juego supone gozo, alegría, ganas de risas y de diversión, y no hay nada más triste que la infancia desamada.

Brichi suspiró de nuevo.

Permanecí callada, pensando en la rabieta furibunda de la nieta de una vecina que, un martes de carnaval, iba chillando por la calle enfurecida porque la habían obligado a ir disfrazada de Caperucita, cuando ella quería ir vestida de rosa y con una careta de cerda.

Brichi me abrazó y me dio las gracias por haberla escuchado.

Le pedí que me tuviera al tanto de todas las novedades del caso.

Asintió con la cabeza y caminamos en silencio hasta el puente del paterno Piles de Jovellanos. Allí nos despedimos. Ella se fue de la playa, y yo caminé por la orilla del río llorando todas las lágrimas que había reprimido y recordando a Louis Aragon, el provocador iconoclasta surrealista, marcado por su niñez inquietante, envuelta en misteriosos embrollos que nadie le desvelaba hasta que, a los veinte años, descubrió que su padrino, prefecto de policía, era en verdad su padre, y supo con estupor que la que creía hermana era su madre y que, por tanto, no era hijo, sino nieto de aquella que se hacía pasar por ella; pero el descubrimiento de esas verdades llegaron tarde para su salud mental, pues aquella infancia extraña y oscura, intoxicada de mentiras y fabulaciones, lo había convertido en un neurótico sin cura.

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