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La historia de Alí Vayeghan, el iraní que llevaba diez años en espera de un visado para emigrar a los Estados Unidos y, tras lograrlo, se le impidió entrar en el aeropuerto de Los Ángeles, ha dado la vuelta al mundo como emblema de lo que sucede tras la orden presidencial con la que Donald Trump ha condenado no a los terroristas en general sino a todos los ciudadanos de los siete países que figuran en la lista de la vergüenza. De golpe los Estados Unidos, el emblema de la libre acogida a los desesperados de todo el planeta, el paladín del sueño americano, levanta gracias al veto presidencial otro muro que, al contrario del que se quiere terminar en la frontera con México, no cuesta miles de millones de dólares. Cuesta sólo una firma y toda la admiración que teníamos por los valores de la Constitución estadounidense. Si bien un juez de Seattle ha decidido, ante la denuncia de dos estados, Minnesota y Washington, que la carta magna es contraria al capricho del presidente suspendiendo, de momento, la prohibición.

Veremos cómo termina el pulso con los tribunales pero, dentro de la manera de gobernar que ha hecho ya célebre, la de los mensajes de Twitter, Trump ha amenazado al poder judicial de su país -ese poder que los padres fundadores entendieron como esencial para el equilibrio de la democracia- con arrojarles encima las culpas por lo que cualquiera de los llegados desde Irán, Irak, Sudán, Siria, Yemen, Somalia y Libia pueda hacer en suelo norteamericano. No hará falta ni siquiera comparar esa supuesta amenaza con la que de quienes vienen desde Arabia Saudí, el país de origen de los terroristas que más daño han causado en la historia del país y a los que el petróleo libra por lo visto de sospechas. El presidente ha hecho saber en el mismo tuit que ha dado órdenes para que quienes llegan a los Estados Unidos sean examinados con suma atención.

Puedo dar fe de que, al menos en el aeropuerto en el que se impidió entrar a Vayeghan, los funcionarios obedecen a Trump. Si antes ya te tomaban las huellas digitales de los diez dedos de las manos y una fotografía (sin gafas), ahora se añade un interrogatorio minucioso para averiguar por qué quieres entrar en los Estados Unidos incluso si tu pasaporte no es de ninguno de los países culpables de terrorismo oficial. Supongo que en previsión de que fuese así, la Universidad de California me había dado una carta que explicaba las razones de mi estancia en Irvine. Fue casi peor porque al policía de la frontera le entró la curiosidad de saber cómo se puede registrar la actividad cerebral humana. Me callé lo que pensaba, que Trump se ha vuelto un sujeto excelente de investigación con sus maneras de ejercer el poder buscando enemigos en todas partes. Ha encontrado uno nuevo, el colectivo de los jueces, que se añaden a la prensa, los actores de cine y cualquiera que no esté de acuerdo con su pensamiento bárbaro.

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