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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

El santo del amor que enamoraba

En el día de San Valentín

Hoy los escaparates de las tiendas se adornan de rojo corazón sugiriendo regalos para obsequiar cada cual a su pareja, desde bombones o libros hasta ropa y complementos del atuendo, si bien hay quienes optan por darse a escote pericote una comilona y ponerse como Pepa y Pepe después de un severo y prolongado ayuno.

En esa fiesta se celebra la muerte y el tránsito a la otra vida del santo Valentín, un presbítero cristiano del siglo tercero que casaba en secreto a los soldados que, según una historia increíble por absurda, tenían prohibido por el emperador dejar de ser célibes, para que las obligaciones matrimoniales no les impidieran dedicarse a su primordial deber de servir en alma y carne a Roma y no a vivir como padres de familia dependientes del cargo de esposa y prole, algo que no consta en los anales de Claudio II, por lo que resulta mucho más lógico pensar que Valentín unía en matrimonio clandestinamente a legionarios cristianizados. Pero él fue denunciado y apresado, sobre todo por su religación con el cristianismo, causando, según se cuenta, la admiración de sus captores porque en todo momento se mantuviera sereno, fuerte y valiente, tal como significa su nombre e, incluso ya en prisión, llegara a enamorarse de una joven, siendo correspondido por ella, Julia, la hija del carcelero, una cieguita de nacimiento bellísima y bondadosa, a la que le contaba historias y le hablaba del dios de los cristianos a quien la muchachita le pidió fervorosa y llena de fe que le concediera el poder de ver y esa divinidad desconocida, en la que había llegado a creer debido a que era la que su amor tanto amaba, cumplió su deseo, dándole el regalo inmenso de la vista y, en consecuencia, de conocer el rostro de su amado y de leer con sus ojos la misiva que le había mandado poco antes de que fuera ajusticiado y a la que ella había contestado con otra igual de amorosa. De ese hecho se debe, de acuerdo con la tradición, la costumbre de que, el catorce de febrero, fecha en la que se conmemora la tortura y muerte del mártir Valentín cuando, según el poeta inglés Chaucer manifiesta en su poema "Lenguaje de las aves", los pájaros empiezan a buscar pareja, los enamorados comenzaran a intercambiarse tarjetas con palabras de amor e ilustradas con corazones. Lo cierto es que, al parecer, febrero es un mes ornitológico o avícola que comienza recordando el día tres al obispo y mártir san Blas y su refrán de que, por entonces, la cigüeña se verá. Y, además, es curioso que, el mismo día dedicado al santo del amor en el santoral, se celebre a otro San Valentín, este obispo y mártir. En total, son nueve los santos de ese nombre, de los que siete de ellos alcanzaron la palma del martirio por insumisos y cristianos.

El día de San Valentín está ligado en mi memoria a uno de los recuerdos infantiles que todavía me hacen llorar tanto como en el colegio, aquel lejano día gélido y muy lluvioso, que nos impidió salir a jugar en el jardín e hicimos el recreo en el aula, dedicadas a charlar o a leer un cuento o a escribir uno o a dibujar, al ver las lágrimas de mi compañera de pupitre mientras me contaba que su padre, el día recientemente pasado de San Valentín, le había pegado y pegado en la cara y en la espalda y en la cabeza a su madre con el mismo cinturón que acababa de sacar del paquete que terminaba de desenvolver y que ella le había dado como regalo, a la vez que le chillaba, más que un ogro o un Barba Azul malísimos, peores que Satanás, que ya sabía de sobra que le daban asco esa clase de obsequios estúpidos que, después de todo, era él quien, muy a su pesar, los pagaba, ya que ella era una zángana que solo se movía para salir a la calle a gastar el dinero que no ganaba.

Mi compañera había tratado de impedir aquellos correazos, pero él le dio un empujón ordenándole a gritos que se esfumara, si no quería recibir una paliza que la dejara baldada.

Y también me confesó muy compungida que una vez había decidido marcharse muy lejos, adonde fuera. Y lo intentó, pero solo dio unos pasos por la acera desde el portal, tan acobardada que se echó atrás, porque le espantaba pensar que tendría que dormir en un banco del parque y beber agua de un surtidor y le daría mucha vergüenza pedir pan por caridad cuando le rugieran las tripas vacías y que la viera alguien conocido y fuera a darles el chivatazo a su madre y a su padre, por lo que, sin atreverse a llamar al timbre, esperó a que alguien entrara o saliera para volver a casa. Aprovechó la entrada de don Hugolino, que no hablaba con nadie y que entonces se metió en el ascensor muy apresurado y le cerró la puerta en las narices. Subió la escalera despacio, pensando en lo que diría acerca de su ausencia. Y Tina, la muchacha que era la única que la quería, le abrió al primer golpe que le dio a la puerta. La miró muy asustada, como si viera a un fantasma, y la abrazó hasta que por poco la ahoga y luego la obligó a jurar que no volvería a darle otro disgusto de muerte.

Esto ocurría en la década de los cincuenta, cuando un asturiano, dueño de Galerías Preciados de Madrid, había importado a España el día de los enamorados que tanto dinero da y sigue dando.

Y de aquella compañera que es hoy monja clarisa y más enamorada cada día de Jesús de Nazaret pienso que no será muy devota de San Valentín, aunque el pobre santo no fuera el culpable de aquella escena infernal que padeció a los ocho años.

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