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Cuestión de madurez

Es inverosímil que en el país más envejecido del planeta pueda existir el más mínimo riesgo de triunfo de propuestas adolescentes. Nuestro mayor reto como nación resulta ser, paradójicamente, el gran antídoto frente a esas corrientes tan vehementes como disparatadas. Que una población con una pirámide demográfica como la española -con el mayor número de sesentones del mundo-, pueda, ni en el peor de los escenarios, dar su soporte a quienes no dejan de conducirse como quinceañeros, por su cotidiana afición a montar números en los parlamentos o plantear ocurrencias disfrazadas de vana erudición, no parece muy previsible.

Nuestro populismo, a diferencia del de otras latitudes, está compuesto mayoritariamente por jóvenes, lo que se percibe con nitidez en sus celebraciones públicas. Ni es intergeneracional ni apunta a la mediana o a la avanzada edad, que es lo que sucede en los países donde ya han ganado. Esto significa que su techo es el del grupo de personas que acaban de estrenarse en el voto y algunos años más, pero nunca al colectivo que aglutina a la mayor parte de la sociedad española, algo que es de celebrar.

Así, la probable progresión de quienes hoy participan en estas iluminadas y apasionadas corrientes será la de su paulatino tránsito hacia contextos políticos mesurados, donde más pronto que tarde habrán de fortalecer a las formaciones que cuenten con bases ideológicas maduras, con experiencia, que sepan de qué va la copla. Cualquier otro planteamiento no es lo más presumible, entre otros motivos porque no lo suele ser en términos fisiológicos o mentales: el joven se hace adulto y su forma de afrontar la vida cambia radicalmente, por regla general.

Por consiguiente, el verdadero peligro que se cierne sobre este sugestivo panorama viene dado por el contagio que esta efebocracia pueda tener en las propuestas políticas clásicas. Y, también, por la creciente tendencia a no enfrentar sus insensateces, por una extraña mezcla de temor y fascinación jovial, cosa extraña cuando ya sabemos cuántos son y cuántos menos serán cada día que pase, salvo que se experimente un brusco cambio demográfico, que es hoy por hoy toda una quimera.

Con todo, al tiempo de felicitarnos porque el sistema haya sido capaz de integrar a quienes llegaban con la firme intención de acabar con él, así como de suspirar aliviados porque nuestro populismo no haya calado en ámbitos de población más extensos, queda sin embargo la honda preocupación por esos penosos modelos que cautivan a los más jóvenes, un colosal desafío que el tiempo se encargará de ayudar a resolver a golpe de madurez vivida en primera persona, pero que igualmente debe afrontarse mediante información y formación rigurosas, envueltas de la forma más atractiva, moderna y natural de que seamos capaces.

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