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Laviana

Mi Andy Warhol particular

Un testimonio sobre Valentín Vega, el fotógrafo que durante el franquismo captó esperanza en la vida cotidiana

Vega también permanecía oculto en la memoria. Sólo le recordaba al revisar el álbum familiar. Al ver esa foto que siempre he procurado esconder. Aparecía yo vestido de vaquero, con gafas y pantalón corto, cinto, cartucheras, sombrero a lo Jim West -la serie de moda por la época- y pistola a media altura, como el Elvis Presley de Andy Warhol, en una pose desafiante que provocaba más chanza que miedo.

Entonces el western era como una religión. Nosotros, menos influidos por el imperialismo del inglés, lo llamábamos el Oeste, igual que llamábamos orange, tal cual y no orinch, a los refrescos de naranja. Las películas del Oeste eran sagradas, eran un modelo de conducta, una forma de vivir. Nunca olvidaré la energía que mi tío Norino desprendía al salir del cine Vital o el Sindical rememorando cómo se desenvolvía el mocín en las peleas del western que acaba de ver. A pocos cinéfilos he visto adorar de tal forma un género cinematográfico.

Esa foto me lleva irremisiblemente al estudio donde se hicieron todos mis retratos, de comunión, del primer carnet y demás momentos que había que inmortalizar para la historia mínima. Me recuerdo en aquel recinto mágico, lleno de pantallas blancas, focos enormes, deslumbrantes, cortinajes, con un halo de misterio. Me recuerdo allí, deslumbrado, sin ver a nadie, ante una cámara enorme en la que si no había que meterse debajo de un trapo oscuro para disparar poco le faltaba.

En aquellos tiempos sólo había un fotógrafo para todo el pueblo. No eran tiempos de competencia salvaje: había la relojería (Cholo), la librería (Roma-Berlín) y la pastelería (Belén). Todo era en singular, el capitalismo no había llegado. Es decir, que todo bicho viviente en aquellos años ha desfilado por el estudio de Foto Vega.

Es más, estaba convencido de que su nombre era un mote, que se correspondía con el barrio donde vivía, la Vega, en referencia a las casas asentadas en la orilla un poco más ancha del río Nalón, un pequeñísimo espacio ente la montaña, la carretera general y el cauce.

Los años 60 eran duros todavía y Vega tenía que compaginar su labor de fotógrafo de comuniones, bodas y bautizos con ser profesor de Gimnasia en el Instituto o al revés. Nunca hasta ahora supe cuál era el trabajo principal. Tengo su imagen grabada como si fuera hoy, con su enorme barriga, su bigote y el silbato al cuello, siempre presto, intentando desbravar a una panda de descerebrados sobre la áspera gravilla del patio. El pobre nunca consiguió que saltara el potro ni mucho menos el plinton. No le culpo. La vida acabaría demostrando que lo de aquel vaquero con gafas y la gimnasia era incompatible.

Ahora, casi 50 años después, el Museo Nacional de Antropología le acaba de dedicar una exposición. Resulta que Vega era un artista. He visto por primera vez esas fotografías suyas, que entonces debía de esconder, de la vida cotidiana entre 1941 y 1951. He descubierto que se llamaba Valentín. Que fue secretario de la UGT en Gijón durante la Guerra. Que empezó su carrera en 1941 como fotógrafo ambulante, después de padecer tres años de prisión. Me siento culpable por no haber sido capaz de descubrir todo eso en los años que le veía a diario, pero entonces no se hablaba del pasado, por si acaso.

Con razón se preguntaba el sabio Joan Fontcuberta en "El País" "cómo era posible que un corpus documental tan sólido no estuviera aún adscrito con letras de oro en la historia oficial de la fotografía española (?) Vega ha sido un paria hasta hace muy poco". Ahí está la clave del artista, ser uno más entre nosotros, que su mirada sea la de "alguien del pueblo que fotografía a los suyos".

Juaco López Álvarez y José Luis Mingote escriben en el agotado catálogo de la exposición, desgraciadamente agotado: "La alegría de vivir desborda las estrecheces de una década difícil, marcada por la escasez y el trabajo duro."

Vega es a nosotros lo que Vittorio De Sica o Roberto Rossellini a los italianos. Es nuestro neorrealista particular. Estoy en deuda con él y con la Fototeca de Gijón que lo resucitó. Ahora, cuando se cumplen 20 años de su muerte, ya puedo exhibir mi foto de vaquero con gafas y contar a mis hijos que a mí me retrató Vega, mi Andy Warhol particular. Bueno a mí, y cientos, miles, más, que por algo era el fotógrafo del pueblo.

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