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El legado más valioso de Plácido Arango

Quizás me falte distancia con Plácido Arango para poder ser justo. No por exceso, sino por defecto. Corro el riesgo de quedarme corto. Nuestra relación siempre ha sido cauta en el halago, para que no embadurne la amistad. Creo que nunca le he dicho cuanto le admiro, y ahora, con tanta expectación, no se si quedará bien.

Pero vamos allá.

Imposible de obviar que Plácido es un empresario. Tampoco habría por qué, sino al revés. El grupo creado por él, a partir de un modelo inventado por él mismo junto con su equipo, ha innovado un sector crucial en nuestra economía y emplea hoy a 10.000 personas en 6 cadenas y 400 establecimientos.

Tampoco, desde luego, se puede obviar su compromiso público y social, que le ha llevado, entre otros destinos, a presidir durante tantos años la Fundación Príncipe de Asturias y más tarde el Patronato del Museo del Prado. En la Fundación cumplió una etapa de enorme importancia para su futuro -su presente hoy- cuando, tomando el relevo del inolvidable Pedro Masaveu Peterson, impulsor formidable y generoso en la creación de esta gran obra, logró ensanchar su entorno empresarial, asegurando un modelo estable, además de agrandar su apertura al mundo e infundirle su propio estilo. En ese tiempo promovió también, e hizo realidad poniendo de forma personal los medios, la llegada a Asturias de los Virtuosos de Moscú, un nutriente valiosísimo de nuestro sistema musical.

Mucho menos -desde mi latido asturiano- podría obviar en estas palabras, claro, los vínculos emocionales de Plácido Arango Arias con esta tierra nuestra, y suya, para los que no encuentro otra palabra que amor, y que le han llevado a estar disponible para cualquier cosa que vaya en beneficio de Asturias.

Desde luego no debería obviar su admirable devoción por el genio creador del ser humano, en todas sus manifestaciones, que le llevó a hacer de la casa en la que vive una obra de arte, pero no como un panteón en vida sino como un espacio vivo, en el que durante décadas ha compartido con sus invitados a tantos amigos suyos del mundo de la creación, el pensamiento o la literatura, amigos suyos de verdad muchas veces, como ha sido el caso de Carlos Fuentes, Octavio Paz, Gabriel García Márquez o Jorge Semprún, haciendo así de esa casa cerca de El Escorial una suerte de salón dieciochesco puesto al día. O ayudando a veces a innovar nuestro gusto, como cuando dio entrada en España a Philip Starck.

Llegados aquí, ¿cómo sería posible obviar, tras la esplendorosa donación al Museo del Prado, su reciente e igual de esplendoroso legado artístico al Museo de Bellas Artes de Asturias, que supone sin duda un salto cualitativo en la historia del Museo? Un legado que acaba de agrandar algo más todavía. Hay gente que se pregunta por qué se hacen cosas así, pues no se lo acaba de creer, y la respuesta verdadera es: por amor al arte.

Un breve paréntesis sobre este asunto, el del amor al arte. Una cosa es apreciarlo y otra amarlo. Mi experiencia es que ese amor existe. Que hay gente que se enamora de una obra, y la quiere consigo. No hablo del inversor, sino del coleccionista verdadero. La especulación que hago sobre ese raro amor es que hay personas que tienen un don en la mirada, el de ver aquello mismo que el artista vio en su mente y llevó a la obra, o fue viendo mientras la creaba. Si artista es quien ve otra cosa en la cosa (otra realidad en la aparente), la mirada del coleccionista, su ojo, quizás le deja ver lo que vio el artista en la cosa, aunque no lo vea ya en la cosa, sino en la obra. Un don. Bueno, pues llegado un día, quizás el buen coleccionista quiere lo mejor para la obra cuando él falte -¡que la vean y la cuiden!- y (quizás también) por pura humanidad no se resigna a que otros no puedan disfrutarla. ¿Sería esto segundo, en el fondo, un caso práctico -aunque secreto y cool- de amor a los demás?

Cierro paréntesis y retomo el hilo. Todo lo que he dicho hasta ahora son cosas que -convendrán conmigo- no deberíamos obviar, y de hecho, como es obvio, no las he obviado. Plácido nos ha entregado mucho a lo largo de muchos años, y es muy justo el agradecimiento.

Pero, verán, lo que desde el principio quería decirles, aunque haya llegado hasta aquí dando un rodeo, es que lo más valioso que nos entrega Plácido Arango, y lo sigue haciendo cada día, es un estilo. Ni más ni menos que un estilo. Un estilo que me parece inigualable, inimitable, y del que forman parte el respeto a todo el mundo, sin acepción o distingo de ninguna clase; la buena educación practicante pero sin necesidad de adornos; la voluntad de asumir compromisos efectivos con la sociedad en la que vive; el culto indeclinable a la amistad; la buena dicción y las buenas formas (tan importantes); la generosidad verdadera, o sea, la que se cumple a costa de lo que se tiene -el desprendimiento-; la afiliación apasionada -aunque siempre discreta, para no ofender a nadie- a cualquier causa o gusto en que vea las señas del progreso para todos; el modo en que ha dado un sentido genuino al mecenazgo, tantas veces confundido con la inversión en marketing; la pasión por la cultura y la inteligencia en todas sus manifestaciones; la unión del cosmopolitismo y el amor a la tierra; la disposición -e inmensa capacidad- para crear espacios de concordia, como hombre de encuentro, en medio a veces de las discordias más inclementes; la elegancia en el gesto, pero sobre todo en los hechos; y, como excipiente de todo ello, aunque sería mejor llamarlo principio activo, el humor, un sentido del humor constitutivo y contagioso, que se expande a su alrededor y nos mejora, que es pura inteligencia y huye de la causticidad, pues nunca busca herir. Un humor que nace, creo, de su gusto indeclinable por la vida y cuanto ofrece, un gusto ejercido siempre con fervor pero nunca sin moderación. Ayer le pregunté si me autorizaba a proponer que lo clonaran, para mejorar la calidad de nuestras elites (creo que lo dije más derecho: para ayudar a tener en España una clase alta en condiciones, culta, sensible y con modales, o algo así), y él ¿qué dirán que respondió?: me parece una idea cojonuda.

Me paro aquí. Un estilo inimitable no puede tampoco ser descrito. Y a fin de cuentas lo tenemos a él como medio y mensaje.

Ese, su estilo, es su mejor legado. Que nos dure poder gozarlo.

En fin, Plácido, tenía ganas de decirte de una vez estas cosas. Y en privado esa distancia nuestra, tan sutil, no lo hacía fácil. Gracias por dejarme hacerlo.

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