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Daniel Capó

Europa y los cafés

Para George Steiner, los cafés forman parte consustancial de la idea de Europa. Ahí tienen lugar la conspiración política -Lenin jugando al ajedrez con Trotski- y el debate literario, la libertad de ideas y el cotilleo más mundano. Contemplar el mapa cultural de Europa supone, por tanto, perseguir el rastro de los cafés, de los bares e incluso de los pubs británicos. Pensemos en Roma y el Caffè Greco, donde conversaron Mario Praz, Ramón Gaya y María Zambrano, o en la antigua casa del té Babingtons, junto a la escalinata de la Plaza de España, no lejos del apartamento donde murió el poeta John Keats. Pensemos en el Gran Caffè Gambrinus de Nápoles, puro siglo XIX en su estética y sus modos, que contrasta con el carácter caótico e indómito de la ciudad. Sin salir de Italia, en Venecia, tenemos el Caffè Florian -dicen que el más antiguo del mundo, fundado en 1720- y el Quadri, frecuentado por Stendhal, Wagner y Proust. Menos conocida es La Calcina, una pensión veneciana a la que acudía el poeta Rilke. El café vienés fue el epicentro del debate literario y cultural de principios del XX: allí reinaban Karl Krauss y Sigmund Freud, Gustav Mahler y Robert Musil. No en un café, sino en una cervecería de Múnich, intentó Adolf Hitler lanzar su golpe de Estado en 1923. Fracasó, para años después lograr su asalto al poder. En París, la cultura del café alcanza una de sus cimas: del Café de la Paix a Les Deux Magots y el Café de Flore. En Oxford, los escritores C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien se reunían en el pub The Eagle and Child. Entre un pub y un café el clima es distinto, hasta el punto de que Steiner insiste en que no pueden ser equiparados ni en sus mitologías ni en sus caracteres. Es probable que así sea. Pero aquí me interesa menos subrayar la atmósfera distintiva que los rasgos comunes a una sociabilidad europea. Detrás de nuestra civilización hay una porosidad amable que nos mira con benevolencia y que nos reconoce, a pesar de todo, como personas capaces de conversar civilizadamente.

Una Europa sin cafés, bares, pubs, comercios, bibliotecas públicas, galerías o parques sería un lugar ajeno a nuestra tradición burguesa. Pla cuenta al respecto una anécdota terrible en una de sus crónicas parlamentarias, como fue la destrucción de la mayoría de los cafés en Oviedo cuando la Revolución de Asturias en 1934. Ese odio, escribe, no lo había visto en ningún otro sitio. En el fondo porque seguramente la cultura de los cafés es también la del parlamentarismo liberal y la de la conciencia civilizada de la sociedad. Y por eso no nos queda sino lamentar el cierre puntual, año tras año de los establecimientos emblemáticos que han dado rostro a una Europa sin duda mejor que la actual.

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