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Francisco Bastida

Catedrático de Derecho Constitucional

Francisco J. Bastida

La guerra de la independencia

Las raíces de la crisis soberanista catalana

Sólo los independentistas catalanes creían poder llegar tan lejos y sólo el gobierno del PP creía que podía disuadirlos con el peso de la ley. La gente se pregunta cómo se ha llegado a esta situación.

No hay un conflicto armado sin armas, pero desde que se puso en marcha la reforma del Estatuto de Cataluña en 2004 no han dejado de repartirse entre los dos bandos institucionales. La mecha la prendió el Tribunal Constitucional (TC) con su sentencia de 2010 sobre el Estatuto aprobado por las Cortes Generales y ratificado en referéndum por el pueblo de Cataluña en 2006. Pero previamente el PP y su coro mediático se habían encargado de armar ideológicamente a los suyos -y de paso a los de enfrente- con un nacionalismo español excluyente, cuyo fin no era tanto atacar a los nacionalistas catalanes -Convergencia siempre fue socio de referencia- como echar a Zapatero de la Moncloa. En ese camino hacia el poder la baza electoral era presentar al entonces presidente del gobierno como un vendepatrias y a Rajoy y al PP como salvadores de la unidad nacional.

Las maniobras militares frente a las costas del nacionalismo catalán fueron constantes: uso partidista de los símbolos constitucionales, recogida de firmas contra el Estatut, cizaña sobre el catalán en la escuela, campaña contra productos catalanes y, sobre todo, recurso contra el Estatut ante el TC, intentando ganar judicialmente lo perdido en las Cortes, previa insidiosa recusación de un magistrado para desnivelar la balanza de una justicia supuestamente ciega. La sentencia, que tardó cuatro años en dictarse, se convirtió en el icono de los separatistas. Desde entonces el independentismo ganó para su causa a la inmensa mayoría del nacionalismo catalán y a bastantes que sin ser nacionalistas creyeron su discurso. El apoyo social se vislumbraba ya antes, con el editorial publicado en 2009 por todos los periódicos catalanes titulado "la dignidad de Cataluña", en el que se advertía al TC de las consecuencias que tendría una sentencia que echase por tierra un Estatut consensuado en los parlamentos catalán y español y ratificado por el pueblo de Cataluña. En aquel momento se consideró esta acción una presión mediática intolerable ante el TC y lo era, pero, en realidad, se trataba de un mensajero bien informado que avisaba del huracán que se estaba incubando.

El victimismo ya no era una pose; tenía su víctima (el Estatut) y sus verdugos (el PP gobernante y el TC). El memorial de agravios se podía construir sin miramientos ni matices y, lo que es más importante, envuelto en un discurso democrático de la independencia basado en dos pilares. El primero, el "derecho a decidir", creado sin base jurídica alguna, pero presentado como un irrefutable derecho de los ciudadanos a expresar en las urnas sus deseos. El segundo, la Constitución impide que ese derecho pueda ejercerse mediante un referéndum. Conclusión, la Constitución carece de legitimidad democrática; es un instrumento autoritario y represor de las aspiraciones del pueblo catalán, al que no se le deja otra salida que la secesión para decidir libremente su futuro. Con este caldo de cultivo, alimentado convenientemente por los medios de comunicación de la Generalitat y la financiación generosa a las organizaciones sociales afines, el independentismo convirtió la movilización popular en una fiesta democrática y a todo el que no participase en ella en un españolista, o sea, en un antidemócrata y en un mal catalán.

El salto cualitativo en todo este proceso tiene mucho que ver con las dos grandes crisis que estamos padeciendo. La crisis económica se volvió contra PP y PSOE como culpables del empobrecimiento social y favoreció el mensaje nacionalista de "España nos roba" y la ilusión de una Cataluña rica y feliz fuera de España. La crisis política por la corrupción hizo mella en los partidos clásicos, tanto en el PP y el PSOE como en Convergencia. El resultado fue la irrupción en el Parlament y en las Cortes de grupos políticos antisistema, como la CUP y Podemos. Ambos tienen en común rechazar el pacto constitucional de 1978. Esto ha favorecido de una manera decisiva el discurso de deslegitimación de la Constitución, viendo con simpatía desde Podemos el montaje ideológico independentista del "derecho a decidir" y la contraposición entre una legitimidad democrática de la calle y una legalidad constitucional tachada de autoritaria.

Entre tanto, el PP y Ciudadanos a lo suyo, atrincherados bajo la bandera de España, sin combatir el pretendido discurso democrático del "derecho a decidir" con propuestas democráticas basadas en la Constitución. A su vez, el PSOE sigue perdido en sus batallas internas, con un PSC partido en dos. Tampoco en el socialismo hay una idea clara de qué hacer; invocan el federalismo como solución, pero sin concretar en qué consistiría y con ocurrencias sobre qué es España que parecen sacadas de una whiskipedia.

Así las cosas el gobierno ha dejado que el asunto quede emplazado en el único terreno que conoce, la fuerza del aparato del Estado, sin preocuparle utilizar los ministerios del Interior y de Hacienda para espiar y controlar a los dirigentes independentistas. Ahora, para contrarrestar los misiles que desde la Generalitat y el Parlament lanzan el Kim Jong Un catalán y su entusiasta presentadora, Forcadell, se vale del escudo antimisiles del TC, de la fiscalía, de la judicatura y también de la guardia civil. Por supuesto, llegados a este punto de insurgencia, el Estado debe actuar, porque está en juego su supervivencia en Cataluña. Si la Constitución y demás normas del ordenamiento jurídico español pierden vigencia allí por falta de aplicación o eficacia, la batalla está perdida. Es necesario cumplir la legalidad, pero no es suficiente. Hay que ganar también la batalla de la legitimidad democrática y para ello hicieron más en un día Coscubiela, Iceta y Arrimadas que Rajoy en toda su vida de gobernante, y así nos va.

Seguramente todo esto no hubiera sucedido si el PP no hubiera impugnado el Estatut en provecho propio. Ahora estaríamos con conflictos concretos de competencias contra leyes de la Generalitat ante el TC, pero no en un desafío soberanista. Puede que Artur Mas continuara como presidente de la Generalitat y que su partido fuese hoy socio de Rajoy como lo es el PNV, aunque para ello exigiese pasar por caja, lo cual no hubiera sido un problema vista la generosidad de Rajoy mostrada con los vascos.

Si esto tiene arreglo, será mediante una profunda reforma constitucional basada en un pacto federal de la España plural, que permita hacer un referéndum con todas las garantías y con la confianza de que todos aquellos que sin ser independentistas se abonaron al "derecho a decidir" encuentren en la Constitución y en la convivencia española la respuesta, no en la insumisión ni en la independencia.

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