"La reestructuración del sector público asturiano ya ha finalizado". La frase la pronunció la consejera de Hacienda del Principado, el pasado lunes, en la Junta, en una comisión parlamentaria en la que le preguntaron por el balance de las medidas de ajuste durante la crisis. Las posiciones de los partidos políticos -predeterminadas de antemano en función del rol de cada cual, con independencia de los datos reales a evaluar, en éste como en tantos asuntos- fueron las previsibles, rutina telegrafiada. Los grupos que respaldan al Ejecutivo consideraron el resultado un éxito. La oposición, un rotundo fracaso. Demagogia aparte, el sentido común dicta una conclusión evidente: de recortar el gasto improductivo nunca se acaba.

La reducción de empresas públicas asturianas ha sido más efectista que efectiva. El propio Gobierno regional califica de "moderada" la poda porque parte de la base del tamaño comedido de su sector público. Así es si comparamos esta Administración con las mastodónticas estructuras que montaron, con el dinero de todos, otras regiones, y no sólo Cataluña. Pero ese argumento no justifica el mantenimiento de organismos ineficaces por poco que sumen y representen. Ni tampoco que Asturias siga siendo la autonomía con mayores subvenciones. El alpiste repartido en abundancia dopa artificialmente la economía, anestesia la iniciativa y contribuye a perpetuar redes clientelares y cazadores de renta.

En enero de 2010 el Principado contaba con 85 entes. Un año después, con 69. El listado de esos 16 "logros" racionalizadores del gasto resulta engañoso, porque figuran como servicios reducidos algunos que se fusionaron y las sociedades extinguidas tenían carácter residual. Sirvan dos como ejemplo: las empresas para el desarrollo de Taramundi y la fabricación de cuchillos. ¿Pero es que 31 años después, con un floreciente turismo rural, todavía seguían vigentes consumiendo recursos?

Doblegando la voluntad del Gobierno asturiano, en minoría, y al margen de sus planes, también han fenecido la Procuraduría General, un duplicado del Defensor del Pueblo nacional, y el Consejo Económico y Social (CES), institución consultiva en materia económica y laboral. El Parlamento aprobó disolverlos. No hay por qué demonizar lo público siempre que resulte útil a la sociedad y esté bien gestionado. Ocurre que la experiencia demuestra muchas veces lo contrario.

En un orden equivocado de preferencias a la hora de apretarse el cinturón, la mayor parte de las administraciones redujeron las inversiones productivas hasta extremos temerarios, dilatando los plazos de las obras proyectadas o en marcha aunque fueran beneficiosas para el interés general. No ocurrió lo mismo con otros gastos fijos superfluos, prescindibles pero más impopulares de cortar por contrariar a las pandillas de medradores.

Ni cualquier problema lo arregla el consejero de turno, ni todos los servicios que anhelan los ciudadanos pueden sufragarse. Hay que asumirlo: los gobiernos no disponen de fondos ilimitados, y destinarlos a un capítulo significa detraerlos de otro. Las autonomías engordaron sus plantillas durante la crisis en 137.000 personas, con un salario medio mensual superior en mil euros al del sector privado: 137.000 nóminas de funcionarios que habrá que seguir sustentando de aquí en adelante con cargo al erario. A la Asturias menguante en población y PIB le tocan 3.000. Los ciudadanos no perciben que ese esfuerzo en dotar la maquinaria burocrática redunde en más facilidades para el desarrollo de sus actividades cotidianas o en una atención exquisita. Llegarán incluso a darse por satisfechos si no les complican la vida con ocurrencias que justifiquen los nuevos puestos.

Los políticos no piensan más allá de las siguientes elecciones. Evitan hacer lo que deben aferrándose a una falsa creencia: la de que resulta factible contentar a todos para arañar votos. Si lo toleran, los electores arrojan piedras contra su tejado porque ellos son quienes pagan la factura de los rompecabezas no resueltos a tiempo y de la falta de decisiones. Existe únicamente una manera de prosperar y encarar la crisis actual, y las que vengan. Consiste en reactivar la economía multiplicando la actividad y tendiendo la alfombra a la capacidad individual, no en maquillar las estadísticas a base de oposiciones o de oxigenar engendros zombis ruinosos.

Las administraciones siguen gastando por encima de sus posibilidades y recurriendo al crédito. Asturias merece una estructura racional de servicios y de personal autonómico. La más eficaz que pueda costearse con arreglo a sus ingresos y un único principio: mirar por la rentabilidad máxima de cada euro y limar las partidas estériles. La succión de las adiposidades precisa convertirse, por eso, en un objetivo permanente de la gestión del Presupuesto y jamás puede darse por completada. Además de las muchas necesidades existentes, siempre surgirán otras que atender, y pagar, mañana, que obligarán a redefinir las prioridades y prescindir de lo que sobra.