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Presidente regional de Students for Liberty Asturias | El Club de los Viernes

María Goyri, una mujer para el recuerdo

Fue Amadeo de Saboya, esa tímida coma en nuestro siglo XIX, quien autorizó que Elena Maseras se matriculara en medicina con derecho a examen, aunque para ello tuviese que dejarse escoltar por los carabineros y ocupar una silla específica a la derecha del catedrático. Aquella Real Orden de 1872 abrió la espita para que "el segundo sexo", según la expresión de Simone de Beauvoir, se incorporase a la vida académica hasta representar en nuestros días el cincuenta y cinco por ciento de la población universitaria. Hoy, gracias a este suceso, Elena Maseras pasa por ser la precursora, el genio indómito al que le tocó abrir camino en un siglo en que las ciencias estaban pensadas únicamente para los varones.

Sólo dos décadas más tarde, les llegaría el turno a Matilde Padrós y a María Goyri, dos mujeres que habrían de recuperar para el resto su espacio perdido en las humanidades. Y es que en la España anterior a la Contrarreforma, las mujeres ya habían comenzado a despuntar en los centros de estudio, pero no como alumnas sino como docentes. Ahí tenemos a las tres grandes olvidadas del siglo XVI, a quienes las reivindicaciones feministas de tercera ola no han querido, o no han sabido, desempolvar. Ellas son Beatriz Galindo la Latina, preceptora de latín de Isabel la Católica y de quien toma su nombre el conocido barrio madrileño; Francisca de Nebrija, hija a su vez de nuestro primer gramático, y Luisa de Medrano, de quien el humanista siciliano Marineo Sículo dijo que "en las letras y elocuencia había levantado bien alta la cabeza por encima de los hombres".

Pero acaso sea la citada María Goyri el vértice donde culminan los esfuerzos de sus predecesoras. Junto a figuras tan esenciales como Clara Campoamor, María Lejárraga, Maruja Mallo o Concha Espina -candidata al Premio Nobel-, Goyri consiguió hacer del suyo un apellido medular en la cultura española de principios del XX. Cuenta su biógrafa Antonia Rodrigo que con apenas diecinueve años se dio a conocer entre los habituales del Ateneo a raíz de un debate sobre los efectos de la gimnasia en el desarrollo psíquico de las mujeres. Allí, en medio de una discusión entre Carmen Rojo, directora de la Escuela Normal de Maestras, y Concepción Arenal, alzó María la mano para defender las tesis gimnásticas, que eran a su vez las de la gallega. Tanta vehemencia y rigor puso en sus intervenciones que otra gallega ilustre se levantó en plena polémica para abrazarla, espoleando con su gesto los aplausos del auditorio. Era doña Emilia Pardo Bazán.

Aquellas palabras juveniles supusieron para ella lo que las bodas de Caná para Jesucristo: la primera aparición pública, su presentación ante una sociedad que desde entonces habría de modernizarse bajo su influjo. En aquellos años de la Restauración, el cuerpo era todavía un opaco tabú para las mujeres, un estigma biológico cuyo desconocimiento impedía cualquier tentativa de vivir la feminidad de un modo libre. Goyri, joven artrítica a consecuencia de una tuberculosis contraída en la infancia, percibió desde muy pronto que la verdadera liberación comenzaba por la salud plena, por la dimensión orgánica de la persona, por la aceptación y el conocimiento del cuerpo de uno.

Sin embargo, los mejores trabajos de Goyri no versaron sobre pedagogía ni sobre deporte. Si en algo destacó esta vasca nacida en 1873, fue en el estudio de la literatura. Casada con Ramón Menéndez Pidal, ella fue el fuste, la columna sólida e inquebrantable que permitió a su esposo erigir la cripta del medievalismo en España, de la que en alto grado fue también coautora. No sabemos quién brilló más en aquel matrimonio: si doña María o don Ramón, si la mujer prudente que habita detrás de todo gran hombre o el hombre sabio que vive a la vera de toda inmensa mujer.

La sinrazón de nuestro siglo XX hizo que tras la guerra ambos cayeran en la marginación y el olvido. Marginación durante el franquismo por su vena liberal; olvido durante la democracia por su arteria moderadamente conservadora. De poco servía que don Ramón se hubiese negado a retirar de la Real Academia un mal retrato de Cervantes para no tener que sustituirlo por otro de Franco, o que su hija Jimena -nombre escogido en recuerdo de la compañera de El Cid- heredase sus empeños por reconstruir la enseñanza en España. La incomprensión y el recelo se cernieron sobre los Menéndez-Goyri hasta el punto de que buena parte del feminismo de hoy, tan distinto al de sus pioneras, la ha preterido por no resultar compatible con sus nuevas doctrinas, con creer que la emancipación consiste en desdoblar innecesariamente el género de las palabras y no con derruir mediante la incontestabilidad de las obras los ignominiosos techos de cristal. Triste destino es éste para una mujer que, como aquellas que la precedieron y acompañaron en su lucha, merece un mayor reconocimiento en el mundo universitario. El pasado martes 28 de noviembre, se cumplieron sesenta y dos años de su muerte.

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