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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Misáporos. Misaporía

Aporofobia, el término de moda

Parece ser que la aporofobia, un término introducido en el español y construido mediante el griego áporos que significa pobre, sin recursos, y el sustantivo fobos, de la misma familia que el verbo fobeo que significa temer, por lo que ese nombre fobos es miedo, espanto, susto, fuga provocada por el terror, está de moda. Sin embargo no es cierto que los pobres callejeros causen miedo sino tirria, repugnancia, asco,en definitva, como me dijo Mauriña de Deus, una galaicoportuguesa nacida en Pontevedra y criada en Viana do Castelo, que había llegado aquí con su pareja a trabajar en un bar de limpiadora, pero a los pocos días él desapareció tras hurtar dinero de la caja y a ella la echaron y se convirtió en una mujer errante, sin techo y sin un suelo fijo, una mujer de la calle que saciaba la sed bebiendo agua en las fuentes públicas, en las que también se aseaba como podía, malamente, a lo gata; y apaciguaba el hambre con los desperdicios tirados en los cubos de basura de desechos orgánicos y dormía bajo un tendejón, hacinada con numerosas personas pertenecientes a esa orden numerosísima de las mendicantes callejeras y de los mendigos errabundos, gente que como ella no producía de ninguna manera temor a los que no tenían que vivir de limosnas, sino que les causaba asco y, sobre todo, odio, porque odio era y no otra cosa, el comportamiento bestial de algunas personas que se tropezaban con los indigentes. Y no hablaba por no callar, sino con todo conocimiento de lo que expresaba llena de dolor, ya que, en varias ocasiones, había sufrido espantada el odio de los que caminaban por la acera, en la que se había instalado en el suelo. Así le ocurrió en una ocasión, cuando un hombre le había metido un patadón a la lata, donde caían muy pocas veces céntimos, las moneditas de cobre de menos valor. Entonces las escasas que había conseguido reunir rodaron lejos y no pudo recuperarlas; y en otra ocasión un señor mayor y muy peripuesto le dijo que dejara de dar la vara a los paseantes, pues todavía era joven y guapa, por lo que podría sacar un caudalillo trabajando de zorra en una casa de esas? Pero lo peor y más doloroso que había vivido en toda su existencia le ocurrió una noche de invierno muy fría, en la que una joven muy risueña y buena le había dado un vaso de café con leche caliente y un gran trozo de bizcocho; y sin embargo no pudo disfrutar de aquella bendición, porque apareció ante ella una pandilla de demonios alborotadores y salvajes que le tiraron el café y destrozaron a pisotones y a patadas el pedazo de bizcocho, que quedó convertido en un montón de miguitas. Si todo eso que me contaba no era odio, que yo le dijera cómo tenía que llamarlo. Y le dije que, debido a que la pobreza y la gente pobre estaban en el belvedere de la actualidad tras la incorporación al español del neologismo aporofobia o miedo a los pobres, que era tema de conversaciones y protagonista de artículos en los diarios, yo a esa conducta de manifiesto odio y aborrecimiento hacia los que carecen de todo y subsisten penosamente con lo que les dan los viandantes, como era su caso, la llamaría misaporía, o lo que era lo mismo, odio a la pobreza; y tildaría de misáporos a quien odia al pobre.

Después de un silencio, rompió a llorar con la cara tapada por las manos. Cuando dejó de sollozar, abrí un paquete de pañuelos de papel y le sequé las lágrimas. Me dio las gracias y, ya serena, me confesó que lo más penoso, humillante, vejatorio, agresivo, hiriente era que alguna personas, bueno, más que algunas, si les extendía la mano temblorosa para que le pusieran en ella la limosna, se la daban con mucho cuidado para no tocarla, igual que si les fuera a contagiar una enfermedad de la piel, como la lepra o algo así de horrible.

A continuación Mauriña de Deus volvió a llorar, aunque esta vez de forma menos desgarrada pero, al ver mi consternación, me sonrió y muy bajito, como si temiera que alguien pudiera escuchar lo que iba a decirme me susurró que tenía suficientes euros para pagarse el viaje de vuelta a su casa, a Viana do Castelo, donde, sin duda, su hermana María Manuela la recibiría con los brazos abiertos de par en par; y ¡ah!, no quería que yo sospechara ni durante un solo segundo que había robado ese dinero, pues procedía de la venta de un anillo y de un par de pulseras de oro que le había regalado su avó, su abuela, cuando comulgó por primera vez. Desprenderse de ellas había sido tan doloroso como si le hubieran arrancado un pedazo de corazón.

Nos despedimos con un abrazo, mientras pensaba que ella se estaba diciendo lo mismo que yo : que nos estábamos separando para siempre, que aquello era un adiós sin reencuentro y no volveríamos a vernos jamás.

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