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¿Y Bélgica, qué?

La astracanada del independentismo catalán

Creo que ya resulta demasiado pesado por reiterativo, pero debe de haber pocos ciudadanos en España, incluida Cataluña, que no consideren un esperpento la locura independentista que padecemos. Una astracanada que empieza a suscitar risas compasivas cuando no carcajadas de indignación. Desde fuera deben de vernos como inmaduros y a la gresca en el patio de un manicomio, en el que los grupos que se mueven agitados por la fiebre y la demencia preparan la huida hacia el vacío con el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza. Y en ese estado, siguen dando mandobles a los molinos de viento, mientras el "jefe" se acomoda en su ínsula Barataria de Waterloo en espera de que lo corone la Historia. Esa tragicomedia la conocemos, viene de lejos, y la padecemos y pagamos todos, incluidos sus seguidores, en la convivencia y en la economía, tan incrustada ésta en el alma y el bolsillo de muchos de ellos. Pero les da lo mismo, que se hunda el país y que se enfrenten los ciudadanos, ellos a lo suyo, instalados en el destrozo que no cesa.

Ese tejemaneje disparatado de búsqueda desenfrenada del poder para la impunidad, va de la quimera al disparate, por mucho que se empeñen en que la Ley no va con ellos. Eso creen ¿Y los de la cárcel? Y hasta en el colmo de la irrealidad, unos proponen a Puigdemont como candidato único para investir en la distancia, otros dicen que podrían convertirlo en presidente simbólico, especie de reina madre, mientras hay quienes insisten en convertirlo en jefe de un gobierno en el exilio, en el solar donde desapareció un imperio, figurón de cera con acompañamiento de velones, como corte de honor del cadáver político que es, aunque siga dando la lata.

Y todo este desgraciado episodio mantiene perpleja a Europa, la misma que busca con ahínco su definición y tiene uno de los escenarios del esperpento en Bruselas, cabeza de la Unión Europea, que aspira a ser el centro de gravedad de la democracia, del equilibrio, de la concordia y de la convivencia. Precisamente Bélgica, uno de los países fundadores del gran proyecto, desde donde las instituciones comunitarias pretenden sintonizar los intereses sociales, políticos y económicos de sus socios. Si esto es así, que no lo dudo, ¿qué papel piensa que le toca al Estado belga en este embrollo? ¿Va a admitir en su territorio democrático al Gobierno en el exilio de una comunidad autónoma de otro país democrático, tan estrechamente vinculado a los principios de la Unión? Si llegara a ocurrir esto ¿Qué debería de hacer España? ¿Plantearle a Bélgica un pleito? ¿Retirar el embajador? ¿Romper relaciones?

Creo que de llegar las cosas a ese extremo, que no me parece, la Unión entraría en grave trance de equilibrio inestable, que situaría al club europeo en riesgo de volar por los aires y de acabar con las esperanzas de muchos ciudadanos de que el proyecto de los fundadores desemboque en los Estados Unidos de Europa, un territorio democrático, fuerte, solvente y con las costuras sólidamente amarradas, sin riesgo de que algunos indeseables políticos asalten la Constitución y las leyes a las que cobija. En modo alguno le conviene.

Pero a estas alturas aún nos seguimos preguntando ¿Quién este Puigdemont? ¿Quién es? Lo repiten a diario los medios de comunicación: un delincuente prófugo de la justicia, un político menor sin futuro, un aventurero, un caradura, un loco que aspira a vivir de gorra y a ocupar un lugar en la Historia. Y estoy seguro de que entrará en ella, en la página de los villanos y felones e, inevitablemente, en la cárcel si algún día decidiera regresar de Waterloo. La celda sigue abierta.

Quousque tándem abutere??

P.S. Después de escribir los párrafos anteriores, por una lejana asociación de ideas, recordé un curioso suceso ocurrido hace más de cincuenta años. Creo que fue en el otoño de1964 o 1965, cuando en plena emigración a Europa fui a Bruselas para realizar una serie de reportajes sobre la vida de nuestros paisanos en la nueva tierra de promisión, que lo fue para muchos. Acudí al barrio de Midí donde residían buena parte de ellos y abundaban los bares con nombres muy familiares. Hablé con muchos paisanos e hice abundantes fotos. Y una de las últimas tardes de mi estancia, entré con dos acompañantes asturianos en un bar para tomar una cerveza. Me fijé en una curiosa figura situada en uno de los extremos de la barra. Era un cenicero con base de madera sobre la que se asentaba un patíbulo del que pendía una figura de trapo. ¡Era del duque de Alba, quinientos años después! Preparé la máquina y antes de que pudiera hacerle una foto al ahorcamiento, sonó un grito y apareció la rubicunda dueña del local que se había acercado a nosotros, nos señaló indignada con un dedo amenazador, me dio un ligero empujón en la mano con la que sostenía la cámara y en nítido francés nos lanzó: "¡fuera, fuera, fuera, aquí no se hacen fotos". Nos acompañó hasta la puerta y la cerró tras echarnos a la calle. No pude hacer la foto, pero cualquiera que haya ido en aquellos días a algunos bares de Bruselas, puede que se encontrara con un cenicero-patíbulo como aquél.

Sólo una curiosa y lejana asociación de ideas.

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