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Sol y sombra

El chantaje nacionalista

Llegará un momento en que la paciencia deje de ser útil para conllevar el nacionalismo y habrá que empezar a combatirlo como uno de los grandes males de nuestro tiempo. Un mal, además, tan inagotable como insaciable. Aún pasean por delante de nuestros ojos las penúltimas imágenes grotescas del culebrón catalán y ya tenemos a Iñigo Urkullu, al que algunos situaban como la cara amable jeltzale, pidiendo que al País Vasco se le reconozca el derecho a decidir por encima de la Constitución.

Rajoy concedió al PNV el cupo vasco, un agravio comparativo insultante con el resto de las autonomías, para obtener un apoyo presupuestario que sigue en el aire. Urkullu, como prueba de ingratitud, pidió la retirada del artículo 155 de Cataluña, y en la actualidad amaga con un nuevo pulso al Estado por el mismo camino que Ibarretxe. Hasta que los partidos que presumen de constitucionalistas tomen conciencia de la amenaza que suponen los nacionalismos periféricos para el interés común de este país el chantaje y la amenaza serán permanentes.

La idea nacionalista es excluyente, mezquina y anacrónica en un mundo que aspira a abrirse en vez de cerrarse. Su motivación no ha cambiado desde que se convirtiera a principios del siglo pasado en el germen de los fascismos que perturbaron la estabilidad y las democracias en Europa. En esencia sigue siendo igual de retrógrada y de supremacista. Los pequeños nacionalismos de ahora tratan de construir a partir de una lengua una identidad de pueblo distinta a la del resto falseando la historia para legitimar sus oscuros intereses e intentan disfrazar una realidad opresora del centralismo que no existe en los estados democráticos.

La respuesta que hay que ofrecer no es rendirse al chantaje y seguir cediendo, sino la firmeza que mostró Macron en Córcega estableciendo una línea roja. La que en España están obligados a marcar, más allá de los intereses partidistas, PP, PSOE y Ciudadanos, y el resto de las fuerzas demócratas.

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