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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

No me llaméis Noemí

Una historia que impactó a la profesora María Elvira Muñiz

En las calles no se encuentran joyas valiosas ni huevos de oro, pero sí escenas revitalizadoras que devuelven pedazos perdidos del pasado, como me ocurrió hace unos días por la gracia medianera de una niña. Era pequeña, de unos tres años. Iba de la mano de una mujer que era su abuela, porque ella la llamaba Abu, Abu, pidiéndole a gritos: "No me llames Noemí. No quiero ser Noemí. Quiero ser Mini. Quiero ser Mini, solo Mini. No quiero ser Noemí. No me gusta. Quiero ser Mini. Soy Mini". Y entonces recordé una historia que escribí hace muchos años y que, aunque me conocía requetebién, impactó como la mayoría de todas las otras a mi querida, queridísima profesora de Lengua y Literatura, Marial, María Elvira Muñiz Martín. Su título era "No me llaméis Noemí". La encontré, tras mucho rebuscar en una carpeta llena de relatos míos, en folios arrugados como hojas secas y casi ilegibles, por lo que me costó descifrarla y averiguar que decía así:

Hay noches en que sobre el mar cabalga el jinete negro que rapta en las calles sin farolas y en los callejones de las gatas lascivas de enero a los jóvenes escuálidos y jeringadores que tiemblan a la luz azul de sus venas. Los lleva en la grupa de su caballo, un centauro con la cara bestial de los tiranos, estraperlistas, banqueros, usureros y custodios guardianes de envenenadores, especuladores malditos que engordan con el hambre y la miseria. Cruza a galope con ellos, fríos, agónicos, para arrojarlos a la laguna de las aguas amargas del olvido. Los parias siguen bebiendo aguas fecales, reventando de vino en las tabernas como en las páginas de Zola; desventrados en las aceras, a los pies de las señoras portadoras de una oblea transustanciada en Dios, en sus bocas de fresón o fresa; o se caen de los andamios junto a los servidores de sus explotadores o fallecen entre fósiles negros como hace más de cien años sus abuelos, atosigados de grisú o por la vivisección ruidosa de un barreno. La legión de famélicos que habita los suburbios, más allá de las catedrales, al otro lado de las agujas y los cubos y de los postigos protectores de los burgos, cabe (preposición casi muerta por el desuso y que es lo mismo que "junto a") los restos de la vieja y siempre amenazada judería, desfallece de desamor, rencor, bacilos, pan tóxico, virus, anhedonia y un trote de heroína. Son los eternos vencidos, los galeotes, los cautivos, la encarnación del stigmatias o esclavo marcado con hierro candente, la muchedumbre de siervos no más importantes que los perales y las ovejas. Me sacude la inquietud de una perra ansiosa de seccionar yugulares con los dientes de la rabia porque ignoraron que tenían bajo el sol su lugar en la orilla izquierda, al otro lado de las barricadas, frente a los cuadrumanos asesinos, junto a la sombra de los torturados, los condenados eternamente al patíbulo, atados a la picota, ardiendo en el brasero, mientras cantan melopeas destempladas las novias antropófagas de sus sayones.

No fueron ese viento del septentrión que siega albas y luceros y levanta iracundo y vengador naumaquias en el Cantábrico. La Revolución no es una rosa de sangre ni una hoguera en la noche ni una consigna dada por un profesor de Historia présbita y barbudo ni arengas de príncipes mendigos ni un himno y ni siquiera una hermosa bandera negra de volcán y pólvora, sino resistir como zelotes, impedir que crezcan lirios en los jardines custodiados por vestales y multíparas y estrategas que coleccionan narices de enemigos, jardines horrendos en los que se recrían, regadas de impiedad, las leyes, los buenos usos y costumbres de las buenazas gentes que habitan en la ciudad-estado y en la leonina ciudad-aldea.

La revolución es vigilar con los cien ojos de Argos y gritar hasta escupir todos los glóbulos rojos en las jetas malditas de los gerifaltes, y chillar hasta arrinconar contra las cuerdas vocales de la verdad y la ira a levitas y capitanes, proclamando un "non serviam". Esta noche no cabalga el jinete negro. Sobre el mar bailan la macabra danza de la muerte árabes labradores, judíos ropavejeros, limpiabotas negros, indios mineros y pescadores españoles, prostitutas, drogadictas, costureras, planchadoras, sirvientas, mujeres despojadas, más amarillas que los Cristos de marfil y pobreza y que comen lo que dejan las ratas en los basureros. Y en este instante matan a patadas a un niño-Dios. Tiene dos años y es muy moreno, pero su cabello es claro como las arenas de esta playa de cenizas y ahogados, y sus ojos bicolores son negro uno y glauco el otro. Los nazis no supieron dónde colgarlo para dispararle al ombligo herniado o a la frente abombada o a su esternón de pájaro raquítico; y su madre acaba de inyectarse algo que la hace musitar: "Gloria, infierno, frío, fuego, me alzo y vuelo y asciendo a las nubes, lejos de los alacranes del suelo".

El más alto de los matarifes le aplasta al niño-Dios la cara con la bota militar y su ojo claro de hijo de la virgen Atenea es relámpago, luciérnaga. Alrededor del pequeño cadáver quema el silencio asesino del corro criminal de cuatro calaveras, cuatro bombers, cuatro esvásticas, que en sánscrito, madre de muchas lenguas europeas y asiáticas, significa buena suerte; cuatro cruces gamadas profanadas, el gammatón o unión de dos gammas, letras griegas, que aparece en el suelo de muchas iglesias y antiguas sinagogas. Puer natus est cantan los cuervos sabios de la noche con sarcasmo, mientras las olas devoran a los últimos difuntos del nocturnal banquete y el viento del norte y octubre piadoso entonan la añada de los niños muertos. Y se oye una voz de mujer que grita de forma desgarrada: "No me llaméis jamás Noemí, la dulzura. Llamadme Mara, Amarga".

Y este es el abrupto colofón de la historia:

Mañana cumplo quince años y desearía no soplar las velas sino ver arder en su fuego todos los libros del aburrido, rollífero y pelmazo Pemán que llenan la biblioteca de mi abuela cabe la imagen de corazón sangrante de Yeshúa de Nazaret.

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