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Un genio feliz

El humorismo español es reciente. La razón es bastante obvia: el español ha acostumbrado disfrutar más riéndose de los demás que de sí mismo. Y no se puede hacer humor sin cuestionar estrábicamente tu propia mirada, sin escuchar en la idiotez de los otros un eco de la propia y viceversa. Quevedo es el primer artífice del idioma, pero se me antoja muy duro intentar reírse hoy de sus gracias brutales, chocarreras, cargadas de odio y desprecio. Siglos de literatura española acumulan insultos excrementicios y vómitos enfurecidos. Burla, asco y aniquilación. En los libros y en los periódicos se registra la costumbre patria de ignorar la ironía y cebarse en el insulto. El insulto como ejercicio valeroso y expresión de la sinceridad más tóxica. Todo eso empezó a cambiar entre algunos lustros antes y algunos lustros después de la Guerra Civil. Y lo hizo a través de los humoristas gráficos antes que de los periodistas.

Los tres principales humoristas gráficos españoles de la segunda mitad del siglo XX - Mingote, Forges y Chumy Chúmez- no ejercían ni simulaban el odio y evitaban el insulto. Un liberal, un socialista y un anarquista. Acaso Chúmez era un cínico de moral ligeramente prehistórica, pero nunca un adalid de la aversión, un entusiasta del encanallamiento como género humorístico. Básicamente no creía en nada ni en nadie y una vez, cuando le preguntaron por la inmortalidad, se asustó mucho. "Si alguien consiguiese ser inmortal sería asesinado por los demás por pura envidia".

Forges era una cosa extraña: un humorista feliz. No apacible como Mingote ni indiferente como Chumy Chúmez. Era feliz porque le encantaba la vida -desde los muslos hermosos a los bocadillos de calamares pasando por el cine y Bela Bartok- y transmitía el placer de estar vivo y descubrir las contradicciones, tonterías, inercias, miserias y ternuras en los demás y en sí mismo. Jamás se convirtió en personaje de su propia fama y yo encuentro a diario a columnistas de provincia que se creen Ben Bradlee. En realidad, como sus grandes compañeros, Forges era un autor que escribía dibujando, tal vez el más escritor de los tres, porque le interesaba el idioma vivo de la calle y crear neologismo y burlarse de la lengua bajo el sagrado pretexto de ampliarla, enriquecerla siquiera fugazmente, convertirla en una masa con la que fabricar tu propio pan de palabras cada mañana. A muchos nos alimentó desde niños. Por supuesto que nos retrató y que denunció mentiras y abusos del poder y, sobre todo, la infinita mezquindad de los poderosos, y en ese trabajo brillante, de nuevo, la deconstrucción del lenguaje de las élites extractivas era su instrumento fundamental por procedimientos como descontextualizar argumentos capciosos o llevar aseveraciones supuestamente juiciosas hasta el absurdo. Pero en Forges no había jamás desánimo. En muchas de sus denuncias más que indignación emergía la tristeza, el asombro, una atónita lucidez ante la maldad de la injusticia, el abuso cruel, la imbecilidad manifiesta y rapaz. También por eso fue seguido y querido. Compararlo de nuevo con Chúmez ayuda a entenderlo. Una misma situación para el chiste. Un político sinvergüenza grita a una multitud: "O nosotros o el caos". En el chiste de Forges la multitud responde: "¡El caos, el caos!" En el chiste de Chumy Chúmez es distinto. El político increpa: "¡Nosotros o el caos!" Y en efecto, la multitud, harta y esperanzada, responde: "¡El caos!" Pero el político replica, tranquilamente: "Vale. Pero el caos también somos nosotros".

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