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Ricardo Menéndez Salmón

En la muerte del 9

Para un club como el Sporting, que en buena medida ha construido su relato sobre la figura de Quini, el adiós del Brujo obliga a un escrutinio doloroso. La muerte revela la nostalgia de lo que fue. De lo que fue y ya no volverá. Porque es una época la que con Enrique Castro desaparece. Una época que trasciende las fronteras de un club y afecta a un concepto: el de un fútbol distinto, el de un fútbol extinto. Algo más que un simple juego, sin duda; algo menos que un puro mercado, por cierto. Quizá lo que con Quini concluye no sea otra cosa que esa compleja, resbaladiza idea que tiene que ver con el sentimiento de pertenencia a través de unos colores.

Al morir, Quini clausura un tiempo que sobrevive en el alivio de las hemerotecas y en la memoria sentimental del espectador. Quienes crecimos con sus goles, los niños de El Molinón de finales de los 70, antes de que viajara a Barcelona para fatigar un trayecto en realidad nada glorioso, y los adolescentes que lo vimos regresar en el 84 para cubrir el expediente de tres años felices, hasta aquel 21 de agosto de 1987 en que se despidió con un gesto rotundo en su sencillez (besar el césped de El Molinón), somos dueños de recuerdos en los que no es fácil reconocer al fútbol actual.

Recuerdos de vestimentas descuidadas, de jugadores desgarbados, de celebraciones anticlimáticas, como si los goleadores pidieran perdón. Recuerdos de barbudos y bigotudos, de espinilleras caídas y de árbitros entallados, como toreros en medio de la tormenta. Recuerdos de matagigantes, cuando en Gijón se le sacudía el polvo a merengues, colchoneros y culés con aplicación reiterada. Recuerdos, en definitiva, de una salud épica, que muy raramente (Leicester ha sido su último escenario hasta la fecha) constata que la fidelidad posee un sentido y que, en ocasiones, es capaz de vencer incluso al talonario, ese dictador pragmático.

Cuando fatigamos esos recuerdos, algo raro sucede. Uno reconoce el aire de familia, pero le cuesta asumir que es el mismo deporte. Así, como Totti hasta ayer para un romano o como Joaquín aún hoy para un bético, salvando distancias y pormenores, la trayectoria de Quini supone para el sportinguista de cierta edad la medida exacta de su biografía, la idea de que existen futbolistas que pueden satisfacer la prolongación de una causa, incluso de una idiosincrasia. Pero también, en su adiós, la sospecha, no por recurrente menos dolorosa, de que la ecuación que vincula fútbol e identidad resulta hoy casi quimérica.

En todo caso, alguna pedagogía queda, incluso en la pérdida. De pronto, la muerte del 9 proclama tu propia andadura. Si mi padre me decía, con emoción no impostada, que él había visto jugar a Ortiz y a Sánchez, hoy me descubro contándole a mis hijos, entre una brumosa cantidad de años fugitivos, que yo, sencilla, gozosamente, vi jugar a Quini.

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