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Vivir en soledad, morir de soledad

Estoy empezando a descubrir que el insomnio tiene sus ventajas. Acostumbrada como estoy a acostarme pronto y levantarme todavía más pronto, me estaba perdiendo sin saberlo todo un universo de vivencias ajenas. Por lo visto, son millones las personas que duermen mal o que, directamente, no duermen, y algunas deciden confesarse a través de las ondas radiofónicas, amparadas tras el anonimato, en la oscuridad de la noche. De cualquier noche, como la de la otra noche, cuando hecha un ovillo sobre mí misma, el rostro casi incrustado en la almohada para preservar la discreción de una pequeña radio, escuché las confesiones de varias de ellas lamentando su absoluta soledad a través de un llanto sordo como inquietante música de fondo. Muy mayores, confirmaban con sus testimonios la sospecha de que la medicina alarga la vida, pero no siempre la mejora, y avalaban la certeza de que, cuando se trata de una imposición, la soledad va acompañada de una tristeza infinita y puede conducir a la muerte. Al cabo, sonaron las señales horarias que daban paso a las noticias de las dos de la madrugada -una hora menos en Canarias- pero yo aún tardaría un buen rato en conciliar el sueño.

La creciente epidemia de soledad que aqueja a nuestra sociedad supera como amenaza para la salud a la patología de la obesidad. Ni siquiera la innovadora entrada de internet en escena ha servido para reducir esta coyuntura cada vez más férrea de aislamiento social, llamada a representar una mayor amenaza para el sistema sanitario que el tan alarmante índice de sobrepeso. En idéntico sentido, también preocupan los jóvenes por lo que se refiere a la pérdida del denominado grupo de la calle, tan arraigado en nuestras anteriores generaciones (la mía, sin ir más lejos). Predomina una sensación generalizada de que las redes sociales proporcionan entretenimiento y compañía, pero es evidente que no es así, desde el punto y hora en que no sustituyen el contacto personal. Por lo tanto, la tecnología no solo no es capaz de frenar esta epidemia, sino que, además, ha conseguido alterar de cara a la galería la percepción que se tiene sobre ella.

Afloran potentes evidencias de que la soledad aumenta el riesgo de mortalidad. Su magnitud supera los principales indicadores habituales de salud, no tratándose de un tema que afecte solo a la tercera edad, sino que recae sobre el conjunto de la sociedad. En Estados Unidos, donde una cuarta parte de la ciudadanía vive sola, la Asociación Americana de Psicología sostiene que existe una probada conexión entre soledad y muerte prematura. Tal vez por ello se acabe de convertir también en un asunto de Estado para la primera ministra del Reino Unido, Theresa May, que ha creado una Secretaría de Estado específica para abordar una gravísima problemática que sufren más de nueve millones de británicos de todas las edades, de los que dos superan los 75 años. Nuestro país tampoco permanece al margen de esta dolorosa tragedia contemporánea. En España viven solos más de un millón de compatriotas que han alcanzado la edad prevista para la jubilación, y centenares de miles pasan días y días sin hablar con nadie. ¿Quién no ha leído o visionado noticias sobre individuos que permanecen en sus domicilios largas temporadas después de haber fallecido sin que nadie haya notado su ausencia?

Hemos llegado a un extremo en el que los gobernantes deben hacer frente con rigor a esta lacra, tan extendida como silenciosa. Dentro de sus responsabilidades figura sin duda la de velar por una sanidad integral de los ciudadanos, lo que requiere la puesta en marcha de políticas activas de promoción de la salud, incluidas las que potencien el apoyo social, las actividades de ocio, las relaciones interpersonales y la comunicación. Porque si vivir en soledad es lamentable, morir de soledad es inadmisible.

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