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La democracia

Decía Antonio Machado que la gran paradoja de la democracia es que aspira siempre a lo distinguido, porque, en el fondo, no es sino una progresiva aristocratización de la masa. Muchos años después, Felipe González dijo aquello de "socializar la riqueza", algo parecido a lo que Olof Palme le recomendó a Mario Soares: "No pretenda acabar con los ricos, luche por acabar con la pobreza". Y así podríamos seguir, pues hay otras declaraciones, y sentencias, de similar enjundia.

Las apariencias de la realidad actual, o la propia realidad si es que existe, no invitan, sin embargo, a semejantes conjeturas. La democracia se ha convertido, para una gran mayoría de los profesionales de la política, en un púlpito desde el que arengar a las masas para que sufran más con resignación o griten para sufrir menos: en ningún caso se trata de situar soluciones y ponerlas en marcha. Los conservadores, porque ni pueden, ni quieren ni les dejan, basta con que salven los trastos de los grandes números de la economía. La mal llamada nueva izquierda, tan montaraz como el ejército del coronel Kurtz/Brando en "Apocalipsys Now", conduce su coche a velocidad extrema, sobre todo cuando habla (en especial, Irene Montero, esa señora que todavía no se ha enterado de que el género, en gramática, es un accidente, no una discriminación). Conduce, digo, su coche a velocidad endiablada porque no puede parar ya que parar significa gobernar, comprometerse, adquirir y tragar ciertas dosis de pragmatismo, que a veces son muy dolorosas, para intentar cambiar algo las cosas. Por eso pedían el CNI, RTVE y los tres ejércitos, para que no se los dieran, para seguir en la oposición opositora.

La democracia no tiene la culpa de nada de eso, al menos como modelo teórico. Lo único que ocurre es que la democracia es el sistema político más caro, como decía Churchill, y si no estamos dispuestos a pagarla, más vale que nos apuntemos a la Fundación Franco, por lo que pudiera pasar. La democracia es una escena que a veces resulta difícil de entender, porque en toda obra de teatro siempre hay algún mal actor, o un tramoyista que roba las luces, o una maquilladora que se queda con el rímel. Pero tales cosas no deben expulsar al teatro de nuestras vidas.

Por ello resulta muy beneficioso refugiarse en aquella vieja sentencia según la cual no hay nada más navideño que las fábulas sobre animales en verso yámbico.

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