Los españoles ya no pagan los mismos impuestos, ni tienen acceso a idénticas prestaciones sanitarias, ni se rigen en el comercio por similares leyes de mercado. Los ciudadanos y las empresas necesitan atenerse a normas distintas dependiendo del lugar en

el que residan de un mismo país. Ahora tampoco son iguales ante la Universidad. La nueva selectividad puede superarse con mayor facilidad en unas regiones que en otras. Los propios estudiantes han puesto el grito en el cielo ante la discriminación. Aunque la práctica totalidad aprueba el examen, una nota ficticia obtenida allá donde la exigencia se relaja da preferencia para ingresar en las carreras más restrictivas de cualquier comunidad a alumnos que no lo merecen.

Cuando la educación era un valor muy apreciado para ofrecer a los hijos las oportunidades que los padres no tuvieron, de un suspenso era responsable el alumno por aplicarse poco. Ahora sólo hay un culpable, el sistema. Tal parece que aprobar no es un deber sino un derecho. Y el "sistema" acabó por amoldarse a la comodidad. La selectividad sufrió retoques hace un año porque era un método inútil para su auténtico fin, conducir hacia la enseñanza superior a los alumnos competentes. La repetición de pruebas-tipo provocaba que muchos centros entrenaran específicamente a sus estudiantes en la destreza para superarlas antes que en la profundización de cada asignatura. Nació así la Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU), aunque el remedio lleva camino de resultar casi peor que la enfermedad.

Los bachilleres de Canarias, con las peores calificaciones en Secundaria según los test convencionales para medir el rendimiento, obtienen los mejores resultados en la selectividad. Este disparatado milagro resulta posible porque unas autonomías aplican la EBAU y otras la ignoran o la adaptan a sus intereses, siempre la España pícara a la palestra. El resultado: una puntuación que vale para ingresar en cualquier Facultad, aunque con diecisiete exámenes distintos, más fáciles en algunos territorios, puntuaciones mentirosas que no reflejan la auténtica valía del discente y multiplicación de las injusticias. Jóvenes sobresalientes encuentran el paso cerrado a carreras con nota de corte por el expediente fraudulento de competidores inferiores en erudición. Unos alumnos corren con zancos, no por su merecimiento sino por la subjetividad de sus gobernantes regionales, y otros con las manos atadas a la espalda.

El Estado descentralizado, un acierto, nació para lograr una Administración eficiente aproximándola al contribuyente, no para complicarle la vida y multiplicarle los obstáculos, como está ocurriendo con la discrecionalidad con la que las autonomías aplican la ley del embudo para lo que les conviene. El problema es cultural: el café para todos impera sobre el mérito, apenas incentivado. Los ciclos de enseñanza estandarizan así la mediocridad. La educación permanece ajena al debate público, convertida en un juguete hiperburocratizado y funcionarizado para obtener votos demagógicos.

De todas las reformas que aún tiene pendientes España, la educativa es la prioritaria. Lo que vaya a resultar este país en el futuro quedará determinado por su acierto para recomponer el paradigma de una enseñanza que fomenta muchos derechos y pocas responsabilidades. Con ser el más urgente de los cambios, quienes deben arreglarlo lo abordan rompiendo en vísperas de un año electoral la subcomisión creada en el Congreso de los Diputados para propiciar un pacto en esta materia. Resucitarán pronto las viejas inercias, ésas en las que predomina hablar mucho de horas de religión y nada de excelencia, y cada Ejecutivo desteje la ley que elaboró el anterior para imponer la propia. Ostentamos un récord mundial de tantas normas como estrenamos en las últimas tres décadas.

El gigantesco sacrificio económico que realiza la sociedad para sostener sus colegios y universidades públicos exige tener claros los fines de todo este entramado esencial: dotar a los ciudadanos de conciencia crítica y pensamiento propio para que puedan ganarse la vida por sí mismos, aflorando sus capacidades, y resolver los problemas que les salgan al encuentro. Los gobiernos y la oposición, de todo el espectro, de cualquier autonomía, parecen preferir en cambio masas adocenadas fáciles de manejar.

Por eso el consenso para situar el esfuerzo y la exigencia en el centro del estudio, y a la docencia española en vanguardia, resulta siempre una misión desesperante e imposible. Por eso acabamos encontrándonos con exámenes a la carta como la EBAU, cuando no con asignaturas aprobadas por decreto en el despacho ante la insistencia con que las familias protestan a los inspectores y los consejeros de turno. Y por eso siguen Asturias y el país estancados, enviando al extranjero a la flor y nata de sus talentos para que otros los expriman, y renegando de las ideas y el conocimiento, la catapulta del progreso. Una necia huida hacia el precipicio.