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Periodista, trabaja en el gabinete de la Presidencia del Principado

El paisaje de los brujos

La selección de candidaturas a la luz de las últimas encuestas

Las encuestas electorales tienen el punto de emoción aguada de un ensayo teatral, de un simulacro. Al igual que el escrutinio, cada sondeo recibe también la valoración coral de los partidos y la correspondiente cháchara tertuliana. La diferencia está en que mientras la demoscopia es puesta de vuelta y media cuando no agrada, al opinar sobre el resultado real se pisa el freno. Se censura y protesta por la manipulación de las encuestas, pero jamás por la del electorado. Hasta ahí podíamos llegar.

Las encendidas reacciones que atizan las previsiones negativas resultan tan infantiles como comprensibles. La política se rige más por el azar cuántico que por la racionalidad newtoniana, tanto que se cumple sin discusión el principio de incertidumbre. La observación influye en lo observado, y así ocurre que un buen sondeo determina muchísimo más una campaña que un buen mitin, entre otros motivos porque se le presume un poso de veracidad científica. Ganar en los sondeos no asegura la victoria, pero ilusiona; perderlos no certifica la derrota, pero predispone al abatimiento.

Primera cautela: las estimaciones fallan. Cierto: más de una vez, muchísimas, y en ocasiones igual que escopetas de feria. Segunda: algunas están trucadas y, como los dados cargados, siempre caen del lado que conviene. También verdad, aunque lo mismo cabe decir de las valoraciones: puestos a quejarse, a efectos de brujería tanta nigromancia bulle en alguna demoscopia como en las opiniones que los celebran o los desacreditan. El fin es idéntico: arenga a los propios y desánimo del adversario (en una de esas sentencias manidas que se echan a la mochila de Churchill: "sólo me fío de las estadísticas que he manipulado"). Tercera: como suele advertir Alberto Menéndez en este periódico, en política la certeza es un producto perecedero. El comportamiento de una materia maleable sometida a tantas fuerzas y presiones es imprevisible. A efectos de pronósticos, un año -el tiempo que falta para la triple cita de europeas, autonómicas y municipales-, es un calendario próximo a la eternidad.

Pese a todo lo anterior, conviene prestarles atención. No a los cálculos exactos, sino al paisaje que van dibujando (y construyendo). De esa observación se pueden sacar algunas conclusiones. Por ejemplo, que ahora mismo sólo hay una fuerza beneficiada, lanzada por su galopada demoscópica, que es Ciudadanos. Hoy por hoy, su valor de marca, ligado a la expectativa de crecimiento, supera al del programa y al de las candidaturas. Un lujo que sólo se da muy de cuando en cuando y con repercusión práctica: en algunos lugares, Ciudadanos obtendrá una excelente representación pese a sus candidatos.

Es el único caso, porque en todos los demás -el Partido Popular, el PSOE y Podemos-, las siglas van con lo justo. Un hecho que también tiene consecuencias, porque en todos y cada uno de estos partidos el acierto en la selección de las candidaturas alcanzará más relevancia. Una muestra para explicar este planteamiento: la sustitución de Mariano Rajoy sería de los pocos factores capaces de rearmar las expectativas del Partido Popular. Ni los modos y costumbres del PP ni la trayectoria del presidente abonan esta opción, pero cuadra en el campo de las hipótesis.

El contraste entre el valor de marca de Ciudadanos frente a los demás no es la única lectura. También sobresale que la suma de intención de voto de la derecha (PP y Ciudadanos) supere a la de la izquierda (PSOE y Podemos). Una aparente contradicción con la mayoritaria identificación de la ciudadanía con el centro izquierda, salvo que aceptemos que el potencial reformista de C's lo convierte en atractivo para una fracción del electorado progresista. Ésa es una de las compuertas por las que fluye el supuesto trasvase hacia un partido caracterizado por un ortodoxo credo liberal, un oportunismo rampante y, cierto, un españolismo moderno y desacomplejado que aún chirría en la izquierda.

Las encuestas coinciden en otro gran rasgo del paisaje: Podemos no se desinfla. O, dicho de otro modo, ha detenido el declive que amenazaba caída libre. Aguanta, y lo hace a un listón alto. Lo describió Íñigo Errejón recientemente: mientras la competición en la derecha redunda en un refuerzo de las posibilidades de triunfo, en el campo contrario sucede al revés. Nada permite prever que Podemos quede jibarizada en una fuerza residual y parece que la prolongada disputa sobre la primacía de la izquierda se está traduciendo en un achicamiento del terreno, no en un ensanchamiento electoral. A fuerza de ser más de izquierda que el competidor, incluso en la gesticulación, se corre el riesgo de alejarse del centro hasta perderlo de vista.

¿Todo esto tiene algo que ver con Asturias? Aquí tocaría añadir una cuarta cautela: la gran mayoría de los sondeos están acomodados al escenario de unas generales. Y, a expensas de lo que vaya sucediendo hasta entonces -hechos como la pésima gestión del máster incógnito de Cifuentes por parte del PP o la evolución de la saga/fuga de Puigdemont-, el resultado de las municipales y autonómicas (y europeas) de 2019 será un condicionante de primer orden. Por volver al lugar del crimen universitario, es sencillo imaginar los efectos de un vuelco en Madrid: tanto la desmoralización que acarrearía para los populares como el estímulo para el partido que lo sustituyese. La presidencia de Gabilondo sería balsámica, un catalizador para el PSOE.

Cada territorio tiene, por lo demás, sus peculiaridades. En el Principado, la resistencia de IU es muy superior a la media y la presencia menguante de Foro distorsiona el reparto en la derecha. No obstante, sigue valiendo la primera conclusión: en un momento en el que sólo Ciudadanos se beneficia del tirón de las expectativas, el resto de partidos debería extremar el cuidado en la criba de candidatos. La sustitución de Javier Fernández, el único de los líderes actuales que ha anunciado su retiro, merecería una reflexión más larga. De mano, tengamos en cuenta que los momentos de tensión interna, cuando las decisiones se calibran casi exclusivamente en cuentas de vencedores y vencidos, no son los más adecuados para reparar en que la elección de un candidato no debe aspirar sólo a demostrar quién tiene el mando, sino quién es mejor para lograr el reconocimiento ciudadano.

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