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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Cómo aburrirse a gusto en primavera

Una reflexión sobre el aburrimiento como regalo que permite a los seres humanos crearse un mundo interior propio

Todavía me despierta muchas noches la misma pesadilla. Estoy dando clase de Lengua y los alumnos me suplican o amenazan: "¡Haznos la clase amena, profe, haznos la clase amena?!". Y yo me veo buscando los ejemplos más chuscos para que comprendan, los pobres, la diferencia entre el complemento de régimen y el complemento directo. "¡Nos aburrimos, profe, nos aburrimos?!", me protestan. Entonces, me despierto sudoroso y maldiciendo y felizmente jubilado. Qué mala fama tiene el aburrimiento, ese cansancio del ánimo originado por falta de estímulo o distracción. De qué buena fama goza la excitación continua, el espectáculo, el hacerse el ocupado, el correr para llegar tarde a ningún sitio. Basta ver al personal con los móviles a todo trapo, arrollando y arrollándose por las aceras, embebidos de continuo en asuntos nada urgentes ni importantes como las mismas voces que pegan por el aparato nos dan a conocer aunque queramos ignorarlas.

Sin embargo, recuerdo haber escuchado una noche al colosal Paco de Lucía argumentar como razón principal para mantener una relación amorosa el hecho de que él y su pareja se aburriesen muy a gusto juntos. El escritor Eduardo Chamorro me proponía como plan de retiro el sentarnos las tardes en el porche de su casa gallega y ver pasar a la gente: "Mira, esa es Manolita", diría uno. Al cabo de una media hora, respondería el otro: "Pues no me pareció Manolita". Y así. Sin frenesí, sin presión arterial desbordada. Es lo que resume Fernando Aramburu: "No suele ser difícil para mí hallar entretenimiento en la observación de las personas cuando no tengo mejor cosa que hacer". Y prosigue: "La idea de que el aburrimiento ha de combatirse solamente mediante estímulos externos me parece un error grave. Cultivar un espacio mental para el disfrute de lo que se está presenciando ayuda a no dejarse arrastrar por la blanda pasividad. Se me hace a mí que el aburrimiento es un regalo de la Naturaleza que permite a los seres humanos crearse un mundo interior propio con el cual vencer, mire usted por dónde, el propio aburrimiento".

Yo practico mucho el ameno deporte de aburrirme observando al prójimo como a mí mismo y escuchándolo. Ojo, hay que seguir unas reglas estrictas. (1) Me siento en un banco del Muro frente a la mar cantábrica o en el murete corrido del mismo. (2) Me hago acompañar de mi perro, lo cual propicia que su desbordante bonhomía atraiga a gente cariñosa y haga huir a cabreados. (3) Nunca llevo un libro, pues ver a alguien leer atrae a la gente pelmaza que te cree deprimido. (4) Móvil a mano para salir huyendo ?con la mentirijilla del "lo siento, tengo que atender esta llamada"? por si se pega un tipo tóxico. Luego ya si hay brisa, cielo azul, esplendorosos cachones y una pizca de calorcito, la atenta observación y la escucha se convierten en una fiesta, créanme.

Por allí, un gran marrano refresca sus partes con un calderito de agua entre las protestas de los circundantes. Por allá, vienen las tripudas figuras de unos hombres en chándales imposibles. Qué decir de los dolorosos esfuerzos en el andar de las mujeres que gastan taconazos. Y veo a gente hermosísima, cuidada, limpia, incluso sonriente. Enseguida, se acerca un anciano, no falla. Tiene los hijos fuera y son todos ingenieros, tampoco falla. Pero vive muy bien solo. Quedó viudo. Fue minero y tuvo una peluquería. O exiliado republicano. Jugaba antes a los bolos. Aún usa galicismos. Su mujer cantaba tonada. Me pide calcular su edad, siempre. Exagero a la baja. Habla en buen asturiano y buen español. Estudio sus cicatrices, sus arrugas, su mirada acuosa, siempre sus manos. Reprimo las ganas de abrazarlo. Un grupo de adolescentes patean un bote de refresco. Una dama elegantísima y muy mayor orea su enorme dignidad. Sigue mi viejo pegando la hebra. Me crece la calma interior. No lo olvidemos jamás: la prisa conlleva violencia.

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