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Archivera-bibliotecaria de la Junta General del Principado

Los renglones torcidos de las primeras letras

Ahora que se acerca el fin del curso escolar conviene echar la vista atrás

Saber leer y escribir, al menos un poquito, fue para el común de los mortales un logro reciente por estos nuestros pagos. Y más para la masa general de campesinos pobres asturianos de la edad moderna y aún inicios de la contemporánea.

Ir a la capital, para estudiar en la Universidad (desde 1608), o en los colegios de San Gregorio o "los pardos" (desde el XVI), el de San Pelayo, o "los verdes", los jesuitas de San Matías o pocos más, era misión imposible para la mayoría. Los más pudientes contrataban maestros-preceptores para sus hijos en el ámbito familiar cuando eran pequeños. Y eran pocos los que podían destinar recursos para la posesión preciada de una biblioteca personal.

En el siglo XVIII, el de las luces ilustradas, se tomó conciencia real de que el analfabetismo era un grave obstáculo al desarrollo. Al final de la centuria se creó en el reino el Colegio Académico del Noble Arte de Primeras Letras para la preparación de los maestros, pero el camino aún sería lento. Entre nuestros asturianos en la corte, Pedro Rodríguez de Campomanes y Gaspar Melchor de Jovellanos fueron activos defensores de la educación como base de la riqueza y denunciaron el abandono de la instrucción pública, siendo ellos mismos promotores de instituciones de estudio y de sociedades económicas, como es sabido.

El gobierno del "intruso" rey José I y su constitución de 1808 intentaron traer los beneficios de la Revolución Francesa. Un plan general de instrucción pública y la puesta en marcha de algunos liceos fueron iniciativas quebradas como su propio reinado. La convulsión de la llamada guerra de la Independencia, que trajo la primera Constitución Española de 1812, significó un cambio normativo importante. "La Pepa" dedicó todo su título IX a la Instrucción Pública proclamando que "en todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles" (artículo 366).

La activa Asturias antinapoleónica en la lucha lo fue también en la redacción de aquella primera Constitución. Siete asturianos están entre sus firmantes. Sus aportaciones fueron básicas. Desde entonces se comenzaron a pedir escuelas para los pueblos. Los regidores concejiles clamaron ante la Junta General, o la Diputación, y buscaron recursos para pagar maestros de primeras letras.

En 1813 comienza la secuencia de peticiones. Algunas muy sacrificadas como la que dice que "se mandó acudir al Ayuntamiento al párroco de Rivadesella que solicitaba se impusiese escuela (y para ello) sobre cada pipa de sidra de las que se vendiesen en la villa, once reales fuesen para dotación de una escuela". También los vecinos de "San Martín de Ondes (solicitan) poder aprovecharse del sobrante de su encabezado (impuesto) para la dotación de una escuela de primeras letras". Las demandas para disponer de un maestro por aquellos orgullosos ayuntamientos constitucionales fueron constantes. Era como si se hubiera despertado el "ansia de saber" como base para mejorar; villas grandes, parroquias y pueblos se afanaban en ello, contando bastante en esto los párrocos, a veces los únicos letrados del entorno, y muchos también imbuidos del espíritu constitucional. Noreña, Beloncio en Piloña, Malleza, Sariego, Tameza; grandes y pequeños lugares querían su escuela. Y como los recursos debían ser locales, y eran escasos, se ideó de todo. Desde el mencionado "impuesto de la sidra" a otros. Por ejemplo: "leyóse una representación del procurador síndico de Muros y vecinos de la parroquia de Soto del Barco sobre aplicar el producto de un barco de tránsito a la dotación de dos escuelas".

No fue insensible a esta nueva fiebre escolar la alta clase social que no podía dejar de involucrarse en el bienestar de sus pueblos, aunque no siempre fue fácil convencer a parientes o gobernantes de las donaciones. Sobre "el establecimiento de una escuela de primeras letras en Rivadesella conforme a la última voluntad de don Gonzalo de Buergo y su sobrino don Felipe para lo que han dexado varios bienes; y según el informe dado por el Ayuntamiento constitucional de aquella villa se halla el asunto en litigio". En otra reunión "el señor Marqués de Vista Alegre presentó un proyecto sobre establecimiento de escuelas".

Aunque la Constitución de 1812, que tuvo una vigencia quebrada, quedó paralizada con la vuelta al absolutismo de Fernando VII, de nuevo brevemente revitalizada en el Trienio Liberal, la lucha por las escuelas públicas con ritmo lento ya no cesaría. Para muestras, en pleno absolutismo (1816) "dióse cuenta de un oficio de los comisarios de la ciudad, fecha de ayer, en que manifiestan haberse presentado en el Ayuntamiento una escritura otorgada por la Diputación de la imposición de un censo capital, veinte y cinco mil reales a fabor de los fondos de las escuelas y estudios Públicos". En 1818 se trató la dotación de la escuela de dibujo y sobre poner una escuela de agricultura en el Hospicio. En 1819 dice un acta que "se está tratando en el Gobierno del plan general de educación y enseñanza. La de primeras letras y agregados se halla en el Principado atrasadísima por falta de medios y no de talentos".

Una Junta General a punto de extinción, que será sustituida por la nueva Diputación, aplaude en 1833 "el establecimiento de una escuela gratuita en el Real Hospicio a cargo de las hijas de la caridad para niñas pobres". Y un año después hace constar su pena porque "el ramo de educación y enseñanza pública está enteramente descuidada pues sólo existen algunas escuelas gratuitas de primeras letras en Oviedo, Gijón y otros pueblos... (y) son desconocidas las ciencias naturales y aún las exactas". Inicios difíciles que aventuraban un recorrido aún tortuoso. En la escasez general los maestros fueron "otros quijotes".

Con lentitud el siglo XIX fue escribiendo la dura historia de la educación. Es famosa la Ley Moyano de 1854. Sin embargo, las dotaciones escolares y los salarios de los sufridos maestros, a medias entre los pueblos y los padres, hicieron eterna la cantinela real de "pasar más hambre que un maestro de escuela". No sería hasta 1901 cuando el conde de Romanones (1863-1950) "en su etapa de ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, con el liberal Sagasta, incorpore el sueldo de los maestros a los presupuestos estatales, sin considerarlos funcionarios". Y, aun así, la incredulidad quedó patente en una murga gaditana muy popular, extendida y coreada: "El ministro de Fomento... / ¡huy qué portento!..., / dice que les va a pagar..., / ¿será verdad?..., /a los maestros de escuela..., / ¡viva su abuela!... / toda la paga atrasá".

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[Fuentes: Actas Históricas de la Junta General, 1813-1834 (originales); Pedro Rodríguez Campomanes (1723-1802). Apéndice a la educación popular, Oviedo, 2009; Pilar García Tobar (2010). La Constitución de 1812 y la educación política. Madrid]

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