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Todos a la cárcel

El divertido retrato social de Berlanga, describiendo una prisión abarrotada de personas de toda condición, se puede quedar corto tal y como marchan los acontecimientos. La expansión del derecho penal hacia conductas enjuiciables por cauces menos radicales, no sólo está trivializando el propio orden punitivo, sino desplazando a los demás medios especializados encargados de velar por la recta aplicación de la Ley. Es más: el estrépito que sigue a decisiones de la justicia criminal sobre los casos que afectan a personalidades públicas, y que monopoliza el debate político amenazando con vuelcos electorales, descansa precisamente sobre este notorio desacierto que considera a todo materia penal, cuando ello no es así.

Esta desafortunada tendencia, sobre la que ya montan su estrategia opciones ideológicas de signos opuestos al aprovecharse de la misma, podría tener acogida si no marginara la venerable intervención mínima a la que se han de someter los jueces penales desde tiempo inmemorial y que nadie se ha ocupado de derogar. Según dicho sensato criterio, las penas han de limitarse a lo estrictamente indispensable, dejando espacio a otros castigos o tolerando aquellos ilícitos más leves, utilizándose solo cuando no haya más remedio o al fracasar cualquier otra forma legítima de protección de la ley. Únicamente los ataques más peligrosos a la legalidad, en suma, han de caer bajo su estrecho ámbito, debiendo interpretarse restrictivamente dicho umbral, al no contar el juez penal con ningún monopolio sobre el mundo de las sanciones.

En la actualidad, y especialmente en aquellos asuntos que guardan relación con los protagonistas de la vida social o con la actuación de nuestras administraciones, asistimos absortos a un margen de apreciación de la relevancia penal que se amplía a actuaciones solamente significativas para la moral o la ética imperantes, o incluso para la política, sin afectar de modo trascendental a bienes jurídicos. Llevando la eficaz lucha frente a la corrupción a horizontes de diferente entidad cualitativa o cuantitativa, se sustancian a diario procedimientos penales otorgándoles esa misma consideración, trasladando a la sociedad la falsa creencia de que estamos ante formidables bandidos, cuando apenas habrán cometido, llegado el caso, irregularidades administrativas de mayor o menor alcance, aunque también merecedoras del correspondiente reproche ciudadano.

Esta exorbitante intervención del derecho penal que padecemos, nacida por cierto de una doctrina del Tribunal Supremo dirigida a combatir a tramas organizadas y nunca para otras cosas, reduce además la libertad individual que debe imperar en toda sociedad moderna. De ahí que en todas las naciones se considere residual como castigo o que se obligue a los operadores jurídicos a no ensanchar su aplicación de manera exagerada, algo que se está indebidamente haciendo aquí y con ello distorsionando la realidad cotidiana del país.

Con todo, lo que tampoco sobraría es que el legislador, al igual que despenaliza comportamientos cuyo rechazo ciudadano ha cambiado con el paso de los años, se ocupara de precisar los concretos contornos de la intervención mínima criminal cuando converge con la ilicitud administrativa, circunscribiendo el derecho penal a aquellos supuestos extremos y que cuenten son sobresaliente y objetiva trascendencia, dejando el resto de cuestiones a las demás herramientas judiciales disponibles. De lo contrario, se continuarán colocando sambenitos en la espalda a quienes pasan por delincuentes sin serlo o bien habrá que ingeniárselas para levantar presidios por doquier.

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