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La propuesta para cambiar el nombre al Colegio de Oviedo y los orígenes de este colectivo

Estos últimos días, la noticia ha ocupado notables espacios en la prensa regional y, naturalmente, en este periódico. Es muy probable que muchos de los lectores no se hayan detenido más que en los titulares que, naturalmente, se les habrán olvidado al pasar la página. Se trataba de una cuestión interna de la profesión de la abogacía y no es cosa que inquiete o interese en demasía al personal, como es de toda razón.

El Ilustre Colegio de Abogados de Oviedo se fundó en el año 1775 por 17 abogados que habían acreditado sus títulos ante la Audiencia. En sus Ordenanzas se establecía que, para ser admitido en el Colegio, había que acreditar ser "hijo legítimo o natural de padre conocido, no bastardo ni espurio", así como que el interesado, su padre y abuelo eran "cristianos viejos, limpios de toda mala infección y que no tengan o hayan tenido oficio ni ministerio vil, ni mecánico público". Tan allá iba la exigencia de cristianismo viejo que los congregantes tenían que celebrar las fiestas religiosas de los Santos Patronos, que eran la Virgen de Covadonga y San Ibo, comulgando en la misa mayor. Además, debían prestar juramento de defender el dogma de la Inmaculada Concepción de María Santísima que, por aquel entonces, ni siquiera había sido declarado dogma de fe por la Iglesia Católica, ya que no se decretaría hasta casi cien años después por el papa Pío Nono, quien dio origen a los pasteles de su nombre. Se regulaban los oficios que habrían de regir el Colegio; se reglamentaba el entierro de los colegiales y se estipulaban socorros a los compañeros pobres y enfermos. Pocos años después, se creó un montepío para las viudas y huérfanos.

Bien se ve que, aunque se mostraran soberbiamente muy superiores a los oficios y ministerios viles y mecánicos, los abogados se constituyeron en un gremio semejante en la organización y en sus fines a los que congregaban esos despreciados oficios y ministerios, como los alfayates, cuyo gremio, desde la Edad Media, ya celebraba el Martes de Campo, gracias al patronazgo de doña Balesquida Giráldez.

Los gremios fueron disueltos por una ley de las Cortes de Cádiz de 1813 y, tras diversas vicisitudes y definitivamente, por un decreto de 1834 se liquidó el monopolio de los gremios en todos los oficios. Consecuencia de ello es que, a partir de entonces, cualquiera puede ejercer de albañil, herrero o sastre, sin tener que inscribirse en un gremio ni en ninguna otra asociación, ni demostrar que no se es un hijo de señora de moral distraída, ni ir a comulgar en la fiesta del patrón y, mucho menos, de jurar defender ningún dogma. Sólo hay que darse de alta en Hacienda y sacar las licencias oportunas, cosa ésta que no sé yo si no es una andadura más sofocante.

Lo curioso del asunto es que aún existan algunas poquísimas profesiones para cuyo ejercicio sigue siendo obligatorio apuntarse a un gremio, como es el caso de la abogacía, que si no te das de alta en el colegio correspondiente no puedes ejercer. Así que hasta hoy ha sobrevivido el Ilustre Colegio de Abogados de Oviedo, como los demás de la abogacía que se constituyeron por aquellas fechas, año arriba, año abajo.

La noticia estuvo en que, siendo cosa tan antigua, hubo una propuesta para cambiarle el nombre, a fin de que pasara a denominarse Ilustre Colegio de la Abogacía de Oviedo, por razón del feminismo lingüístico, que es esa ilusa ideología que considera que, cambiando el nombre de las cosas, éstas se cambian por sí solas. El notición fue que triunfó la incorrección política, ya que una gran mayoría de abogados y de abogadas votó en contra de la propuesta. El viejo colegio seguirá llamándose como cuando se fundó, supongo que por tradición que, en realidad, es por lo único por lo que sobrevive.

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