Hay futbolistas en el Mundial que se quitan la camiseta y su cuerpo parece la Capilla Sixtina. Digo mal, pues las nuevas generaciones reconocen con mayor facilidad y destreza los tatuajes de Sergio Ramos o Messi que los frescos vaticanos de Miguel Ángel. Y así nos va...
James Rodríguez luce en un gemelo un Ecce Homo, tal que su pierna parece un paso de Semana Santa. El francés Giroud muestra en un brazo la inscripción "Dominus regit me et nihil mihi deerit": el Señor es mi pastor, nada me falta. Dios pesa mucho, a lo que se ve, en el imaginario iconográfico de los peloteros, si bien hay otros futbolistas que muestran una arquitectura de tinta patibularia, como el inglés Sterling, que exhibe un fusil de asalto. Y luego van los frikis que en Metrópoli se tatúan a Rajoy como si fuera Santo Estebo.
Que no piensen los chavales que tatuarse es asunto de moda reciente: ya en la copla y en el tango de pendencia había marineros rubios como la cerveza que se tatuaban el corazón y el brazo con un nombre de mujer. Los chicos y chicas que entintan su anatomía con lemas y emblemas, que reflexionen si en el futuro esa decisión juvenil no coartará sus aspiraciones profesionales. Lo tendrán difícil, si no cambian las cosas, para ingresar en la Guardia Civil.
Una normativa de los tiempos del Gobierno del PP impedía a los agentes de la Benemérita llevar tatuajes y piercings, en cualquier parte del cuerpo si los dibujos de tinta contienen símbolos que reflejan discriminación sexual, racial, étnica y religiosa, lo cual es lógico; o en las zonas visibles que no queden cubiertas con el uniforme, lo cual resulta ya más discutible.
Ocurre que, en el ejercicio de su libertad individual, el nuevo ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, luce un tatuaje en su muñeca izquierda. O sea, que en casa del herrero no se puede cortar el bacalao con cuchillo de palo.
