Tal vez lo que pretendieron los genios del marketing del Sporting con depositar una de las nuevas camisetas junto a un contenedor próximo a El Molinón fue componer una metáfora de lo que se avecina: la nueva equipación es para sudarla. Cuando una ropa se utiliza mucho, se desgasta, se deshilacha, se vuelve inservible. Y ajada del todo, se tira a la basura.
Los mandamases rojiblancos, tal vez sin quererlo -o seguramente sin intención alguna de hacerlo-, han mandado un mensaje nítido a los integrantes de la plantilla, a los que están y a los por venir: esa camiseta tiene que acabar la temporada como un trapo. O sea, que es preciso pelear el escudo desde el minuto uno del partido inicial, sin regalar distancia a los rivales por ir de Armani o de lechuguinos.
Hay futbolistas que saltan al campo y parece que llevan un frac, que en vez de pisar el césped piensan que ocupan un palco de preferencia en el teatro de la ópera; que no meten la pierna para que no se les descoloque la media o les vayan a hacer un rayón en el tatuaje; que se engominan la cabellera y se atusan como si en lugar de tomar parte en una batalla deportiva fueran a posar como modelos del Doríforo de Policleto, estatua de mármol lunense.
No es ese tipo de jugador el que requiere el Sporting en su afán de poner rumbo de nuevo a los laureles de la máxima categoría. Hace falta gente que se parta el alma en cada envite, de sangre caliente, no de pecho frío; gente que se gane el aprecio de la grada a base de orgullo, ambición, compromiso y energía. La afición quiere jugadores que echen cada jornada al cubo de la basura la camiseta porque quedó inservible de tanto defenderla. Sobran mercenarios y condotieros.