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Soserías

Don Quijote en Cataluña

En la obra de Cervantes residen algunas claves para interpretar el problema catalán

Al no considerarse españoles, los separatistas catalanes o no han leído el Quijote o, si lo han leído, lo han hecho con desgana o acaso incluso con desprecio al considerarlo un ejemplo literario de la pérdida del sentido común en la España del siglo XVII.

Y, sin embargo, en esa obra residen algunas de las claves idóneas para interpretar la máquina de pendencias, plenas de desvarío grotesco, que protagonizan quienes dirigen esa malhadada aventura.

Personajes estos que ven ladrones en unos españoles que son justamente quienes les ayudan -con ingentes cantidades de dinero- a enfrentar los alegres gastos que ellos emprenden por las tierras de Cataluña y aun fuera de ellas, allá por Europa. En ella, en esas tierras que fueron pesadilla en los tiempos quijotescos, erigen una venta y la toman por castillo. Por el castillo de la independencia y la casa de la República. De una República que es tan imaginaria como la ínsula Barataria que llegó a regir Sancho Panza, convencido de que era realmente un gobernador, cuando tan solo era el monigote de la burla trenzada por unos duques amigos de la chanza y del donaire.

Y lo mismo arremeten contra las leyes de España como don Quijote lo hizo contra los cueros de vino o los molinos de viento creyendo incluso que era capaz de segar la cabeza de gigantones y follones y hacer correr una sangre que solo estaba en su imaginación dada a la desmesura. Al final es él quien padece sus desatinos y le acabaremos viendo encerrado en una jaula tirada por unos bueyes lentos y cansinos, acaso símbolo explícito y elocuente de la justicia española.

Es más: son capaces de pronunciar el discurso de la Edad de Oro aplicado a un país que conoció la independencia, el ejercicio pretérito de su soberanía intransferible, la riqueza de sus habitantes y su fama de hidalgos templados, valientes y comedidos. Y hacerlo ante unos cabreros atónitos que, o no entendían nada o entendían demasiado bien la sucesión de tópicos bondadosos y virtuosos que se perdieron a manos airadas españolas. O lo que es lo mismo: a manos de desaforados bárbaros fanfarrones y encantadores trapisondas.

Unos dirigentes que disponen del bálsamo de Fierabrás con el que van a curar las heridas causadas por las desdichas pasadas entre castellanos malandrines y entregados a las bellaquerías más ominosas.

Olvidan que, cuando don Quijote se acerca a Cataluña, allí se encuentra los cuerpos de los bandoleros en cuartos colgados de los árboles y que topa con la partida de Roque Guinart, quien pregunta -con eclesiástica finura- a un secuaz que le avisa de la llegada de hombres a caballo: "¿son de los que buscamos o de los que nos buscan?"

Y es precisamente en Barcelona, en su playa, esa que ahora se trata de inundar de cruces amarillas, donde don Quijote es vencido por el caballero de la Blanca Luna que no era otro que el bachiller Sansón Carrasco (¿o era el juez Llarena?) y que, destruida su fama, ha de volver a su lugar para recobrar en él la razón y advertir, ya olvidado de confundir la realidad con las ensoñaciones y los rebaños con ejércitos, que "en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño".

Y es que estos separatistas catalanes qué poco saben, Sancho, de achaques constitucionales y del vigor del brazo del Estado de Derecho.

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