Entre aguas saltarinas, musgos viejos y relucientes picos verdes vive erguido este gigante que parece la vieja almena de un castillo inexistente. Que eso es el Carbayón de Lavandera: el hijo de las montañas, el compañero de los vientos, un milagro de la lluviosa Naturaleza.

Está en mitad de la aldea como el árbol del conocimiento estaba en el corazón mismo del Paraíso. Tiene míticos antecesores. Como Vispo, el árbol que lo cura todo. O como aquel árbol inmenso, de la leyenda de Adán, capaz de cobijar a diez mil hombres bajo la sombra de su copa gigante. Nada tiene que envidiar este humilde hijo de las montañas a esos hermanos mayores. También él vive en un edén, pues Edén quiere decir "lugar puro y natural", y también él, como Adán, ha sido creado de la tierra, que eso significa Adán, "arcilla de la tierra".

Está eremíticamente solo en el fondo de un suave desfiladero como un árbol tímido que hubiera venido a esconderse de las extravagancias humanas a esta pequeña y perdida aldea. Cuelga de las nubes haciendo de escalera al cielo. Acompaña, desde siglos, nuestras vidas regalándonos su belleza. Da sombra en verano y protección en invierno en medio de una nube de silencio. Pero en sus hojas tintinean las músicas del viento y en sus ramas resuenan todavía las voces de los muchísimos maestros que enseñaron en la escuela y los responsos que mil curas cantaron en la Iglesia. Somos todos hojas caducas de ese árbol perenne, brotes nuevos que nacieron de sus viejas raíces.

Aunque vive en impertérrito silencio, su espíritu nos guía. En cada hoja está escrita la historia de una vida, grande o minúscula. Protege, cariñoso, a nuestros muertos, el gran tesoro que guardamos en el contiguo cementerio, "silencioso lugar que reverdece de hierba fresca", como escribió el poeta alemán, "cuánta vida propia, cuánto espíritu y cuánta fe imperturbable". Los acompaña noche y día. Como hermano mayor los cuida. Los vio nacer, los vio bautizarse, los ha oído recitar las Tablas en la Escuela o cantar el Catecismo en la Iglesia, los dejó jugar y esconderse en la gruta redonda de su tronco, y hasta les oyó declarar los amores más secretos. Ha vivido muchas vidas y sufrido los infinitos sucesos de la historia. Lo guarda todo, callado e imperturbable, en su memoria: hijos queridos que marcharon a las guerras y no volvieron; hijos valientes que desaparecieron en la mina que recorre su subsuelo; hijos esperanzados que se fueron al otro lado del océano a aquel sueño que se llamó América. Muchos de ellos vieron, en el enigmático instante del último suspiro, cómo de las lejanas brumas de la memoria emergía su tronco hueco y el rizado musgo de sus ramas.

Nos acompaña desde el inicio de los tiempos. Él es la Vida. La vida que nace de la Naturaleza. Verlo es ver a Dios. A un Dios tímido que se hizo árbol y vino a nacer en esta apartada aldea, como si fuese una nueva Belén de Judea. Que así de humilde y discreto es el Carbayón de Lavandera.