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Daniel Capó

Destruir la democracia

El asedio continuo que sufre el 78 nos recuerda que lo que se pone en duda es la herencia democrática de nuestro país

La destrucción de las formas políticas tiene como consecuencia el despertar de los instintos revolucionarios. Es el "momento ciceroniano" sobre el que ha teorizado el brillante ensayista francés Pierre Manent. En Occidente, pocas son las formas políticas que no se pongan en cuestión. A gran escala, el trumpismo acentúa una tendencia ya muy marcada en Obama, como es el abuso de los poderes presidenciales por encima del fino tamizado que exige el acuerdo en las cámaras. En Europa, el modelo político -todavía por construir plenamente-, que se sustancia en un ideal ilustrado de cooperación mutua, imperio de la ley, normas comunes e intercambio cultural y comercial, se ve sometido al ataque incesante del populismo, tanto de derechas como de izquierdas. A su vez, plenamente insertada en los valores de la Unión, la formulación política de España es la democracia parlamentaria, que surgió del gran acuerdo nacional del 78 y sobre la que se han asentado nuestras libertades en estos últimos cuarenta años. Y, así como ocurre con los ejemplos anteriores, la ofensiva contra la democracia española coincide con la impugnación de los factores centrales de nuestro modelo político: los valores de la Transición, la Constitución, el parlamentarismo y la Corona.

Al pretender la deconstrucción del 78, España -al igual que Europa- ha entrado en su particular "momento ciceroniano". 2008 significó la quiebra de la confianza en nuestro sistema bancario -recordemos que entonces pasaba por ser uno de los más solventes del mundo- y la acentuación de todos los miedos sociales. De pronto, la fragilidad del mito del progreso lineal se hizo patente y reaparecieron los monstruos del pasado. En la lucha entre los dirigentes de Madrid y de Barcelona, los líderes nacionalistas plantearon, bajo el señuelo del "derecho a decidir", una variante territorial de lo que Christopher Lasch ha definido como una "rebelión de las elites". El miedo de las clases medias se alimenta del debilitamiento de los Estados, que se ven forzados a recurrir al endeudamiento masivo para cubrir sus necesidades de financiación. Dicho de otro modo: sin deuda -sólo con los impuestos- no dispondríamos de políticas activas de bienestar. Pero, como es obvio, no se trata sólo del horizonte económico de los españoles, sino del sustrato ideológico que anima la crisis actual. Observar ante nuestros ojos el asedio continuo que sufre el 78 -uno de cuyos últimos episodios es el ataque a la figura del rey- nos recuerda que lo que se pone en duda es, sobre todo, la herencia democrática de nuestro país desde su pacto inicial y que, por tanto, nuestra identidad histórica y parlamentaria se encuentra en peligro.

Las consecuencias de este perverso marco intelectual son palpables: sustituye la confianza institucional por el prestigio de la sospecha; convierte una realidad nacional pluricultural en otra fijada por los nacionalismos estancos; deslegitima la democracia representativa, a la que acusa de corrupta y plutocrática; alienta el rencor de la ciudadanía, que se reagrupa detrás de trincheras ideológicas o etnolingüísticas; el futuro se oscurece a medida que regresan como pesadillas los espectros de un mundo que pone en duda las bondades de su forma política. En este sentido, la deconstrucción de la democracia liberal a la que estamos asistiendo refleja el asombroso poder de las pasiones para socavar los frutos de la razón.

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