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Soserías

¿Verdad histórica?

Lo bueno de la historia es la leyenda, lo que nos queda cuando la historia ha corrido sus pesados cortinones

Quienes andan enredados con la comisión de la verdad histórica no saben lo que Santiago Rusinyol dejó avisado para alumbrar las mentes de las generaciones venideras: "quien busca la verdad -escribió el artista- merece el castigo de encontrarla".

Si esta afirmación, tan desgarrada como certera, está bien encaminada, la verdad, cuando se la quiere engastar en la historia, sufre ya convulsiones y espasmos de los que difícilmente puede salir airosa.

Porque ¿qué tipo de unión existe entre la historia y la verdad?, ¿es acaso una unión hipostática?, ¿un matrimonio de los antiguos con obispo y mitra?, ¿o de los modernos con alcalde de casa y corte?, ¿o se trata de un ayuntamiento carnal sin mayores miramientos con las ceremonias, cópula pues retozona y asilvestrada?, ¿o es mezcla, adherencia o amalgama?, ¿qué es, de que unión hablamos?

Por otro lado, ¿dónde anida la verdad histórica?, ¿en una tesis doctoral?, ¿en un trabajo valorado por la Aneca y sus fantasmagorías?, ¿o se cobija en la obra de don Ramón Menéndez Pidal?

En estos días, en medio del debate que sufrimos, cuando veo a esos políticos que tanto se repiten pienso que son los más irrespestuosos con la historia porque la hacen tartamudear.

"Lo malo de la Historia es que siempre está en muchos volúmenes", sentenció en una de sus greguerías Ramón Gómez de la Serna completando la sagaz observación de Rusinyol. Si esto es así, y nadie ha razonado a contrario sensu con solvencia, se comprenderá con qué poca confianza admitiremos la verdad histórica pues nadie lee miles de páginas y menos en esta encrucijada en la que tenemos los tuits y los partidos de la Liga, la Champions, la Contraliga y once mil torneos como las once mil vírgenes de santa Úrsula.

Convengamos en que es demasiado pretencioso querer cazar la verdad como quien busca un microbio, acreditado y con sus trienios reconocidos, en el microscopio. Y, como digo, cuidado con descubrirla porque nadie muerde con más fiereza que la verdad cuando es hallada entre el polvo de los archivos que son, no lo olvidemos, los buzones donde la historia deja, revueltos, sus facturas, legajos y recibos.

La verdad, y desde luego la verdad histórica, así lo creo yo, puede ser que -cuando se la encuentra- exhiba la fragancia de la rosa pero felizmente también tiene su caducidad. Por ello, la única misión seria que podemos asignar a la Historia es la de abrigarnos en las noches frías de esas ciudades españolas que padecen excesos renacentistas y barrocos.

Fuera de esto, lo razonable es hablar de la historia en plural, de las historias, lo que remite a leyendas, fábulas, decires no contrastados... chascarrillos.

Y aquí llegamos al meollo. Y es que lo bueno de la historia es la leyenda, lo que nos queda cuando la historia ha corrido sus pesados cortinones. La leyenda, pues, y la mixtificación, o sea, el entretenimiento con textos y narraciones reinventados sabrosamente. La mixtificación no es hermana de la mentira sino de la broma irónica, enemiga de la verdad, engolada e hierática, tan tirana como un personaje de tragedia.

Y por fin la anécdota, escalera de mano por la que la historia se baja de su pedestal. Por eso yo crearía la comisión para la verdad anecdótica y así despojaríamos a la verdad de su altiva insolencia, y la anécdota, redimida, nos revelará misterios, esparcirá sus chispas creativas y hará reír a nuestras tribulaciones.

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