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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Instrucciones para abrir un contenedor

La entronización papanatas de las competencias digitales

El otro día vi al siglo XXI. Se había encarnado en una pareja que trataba de depositar una bolsita de residuos en un contenedor soterrado. En mi ciudad, dos de la tarde, a mi perro Brel pongo por testigo. Descripción de las dos protagonistas: una centennial o centenial o miembra de la generación Z o centúrica o centurial o como acaben de dar en llamarla: sobre 15 años, móvil implantado en la mano izquierda, bolsita en la derecha. Una millennial o milenial o miembra de la generación Y (que en Asturias podría llamarse "generación de la autopista") o milénica o como acaben de dar en llamarla: sobre 36 años, manos exentas. La más joven se aproxima al contenedor, lo observa, duda, pregunta al aire: "¿Cómo se hace esto?". Responde la menos joven: "Tira de eso para allí", dibujando un gesto vago con su brazo. Se agacha la primera, palpa el contenedor: "¿Eh? ¿De cuál?". Propina un puñetazo de canto al buzón. "No, no, de eso", corrige la segunda mientras manosea todas las aristas y asas del contenedor. Fracasa: "Estará mal", dictamina. "No, a ver, quita, yo...", insiste la joven, acompañándose con una patadita leve al artefacto. Como nada me gusta más que socorrer al prójimo en tan peliagudos trances, me ofrezco a ayudarlas con educadas palabras medidas, no fueran a acusarme de invasor de la privacidad o viejuno heteropatriarcal machirulo. Acceden. Abro el recipiente, expele la centenial un "Ah..." y la milenial un "¡Anda!". Vanse sin dar las gracias. No hubo más. Siglo XXI.

Ya, ya lo sé. Ya sé que nadie nace sabiendo cómo se abre un contenedor soterrado (que, la verdad, parecen impenetrables). Ya. Tampoco nací yo sabiendo cómo se abría una lata de sardinas, se programaba una grabación en la tele, se escribía en Mac o Pc, se cambiaban las pesetas a euros o se rebozaba en huevo la merluza. Observar, preguntar y discurrir eran las tres herramientas para adquirir tales destrezas. Pues el siglo XXI las ha mandado al demonio. Engorilada la centuria en cómo bajar apps, en el streaming y los hastaggs, en los likes y el trolear, la observación, la pregunta o la cavilación especulativa se han ido. Y se han llevado de paso consigo hasta los rudimentos de la comunicación más sencilla. Repasemos la jugada. Los nombres de las cosas se sustituyen por deícticos, por señaladores: la operación de abrir un contenedor es "eso"; los filos o bordes del mismo son también "eso"; si pregunto por cualquier "eso", lo hago mediante un "cuál eso". Mi ignorancia la intento cubrir con el puño o el puntapié, o, caso de que no funcionasen tan punteros avances tecnológicos, echándole al objeto la culpa de mi impericia: "Estará mal". El uso fluido de la morfología y la sintaxis, de las concordancias y el sentido de colaboración lingüística que facilitarían la comunicación entre emisor y receptor se ve reducido a balbuceos paranormales psicofónicos, muy cuarto milenio: "No, a ver, quita, yo". Por último, el egoísmo más agiotista, el convencimiento de que todo me es debido, de que cualquier transeúnte ha venido al mundo solo para prestarme sus servicios, me eximen de agredecer una mano, una ayuda, un favor.

Claro que no se puede elevar un caso aislado a categoría de comportamiento general. Claro que no se puede derivar de lo dicho que todos los centeniales y mileniales son unos zotes inhábiles y todos los sigloveinteros somos unos máquinas. Pero es que ya me harta la entronización papanatas de los digitales porque sí y la demonización a lo bobo de los analógicos porque no. Un vistazo alrededor nos muestra lo poco que el progreso ha progresado en tantas cosas elementales. Aparte de a guasapear de lo lindo, instagramear de perlas, youtubear de lujo y spotifyar de rechupete, ¿no vendría bien que en casita nos enseñasen a observar, escuchar y discurrir, aunque solo fuera para abrir un contenedor o hablar con sentido y dar las gracias, hombre?

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