La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Abogado

De cómo volar todos los puentes

Xavi Domènech, la última víctima de la polarización política en Cataluña

Corren malos tiempos -una vez más- para la moderación y el entendimiento entre españoles, principalmente a cuenta del proceso independentista catalán (el procés) que deglute inmisericorde a cualquier actor político que ose enarbolar la bandera de la mal llamada equidistancia. Es el caso reciente de Xavi Domènech, y le precede una larga lista de caídos (Santi Vila, Coscubiella, Marta Pascal, etc.) damnificados por intentar emplastar -equipados de argumentario, razones y fundamentos- una grieta entre dos bloques que amenaza ruina.

Como quiera que la equidistancia (algunos prefieren buenismo) resulta tildada peyorativamente entre las crecientes huestes de los nacionalismos catalán y españolista, conviene advertir que quienes militamos en este campo, no consideramos esta posición en modo alguno estética, vacua o de "postureo" como gusta la jerga de estos tiempos, sino como una postura comprometida con el futuro de nuestro país, plena de argumentos e instrumentos para cauterizar la herida.

Los independentistas catalanes, que han relegado la vía catalanista (Tarradellas incluido) y se han lanzado a un peligroso e incierto procés, coinciden con el nacionalismo español, amante del artículo 115, y de la revisión centralista del modelo de Estado, en el arrinconamiento del artículo segundo de la Constitución española del 78; más aún, han decretado, de facto, su muerte, por cuanto el mismo trata de conciliar y armonizar la unidad de España con el derecho a la autonomía y el autogobierno de las diferentes regiones y nacionalidades, principios que unos y otros cuestionan en clave de incompatibilidad.

La equidistancia política -aquí y ahora- estriba, precisamente, en la reivindicación del artículo segundo del texto constitucional, entendiendo que la unidad de España solo puede garantizarse, desde la óptica democrática y constitucional, a través de un estado descentralizado.

En esto consistió, en sustancia, el consenso constitucional del 78, muy mayoritario entonces, cuya legitimidad no puede cuestionarse ni someterse a la levedad de las coyunturas políticas, y esto más allá de que las pulsiones del nacionalismo catalán -y las necesidades políticas de sus líderes- obliguen a modificaciones con el objeto de actualizar el pacto, para intentar dar cabida a algunas de sus reivindicaciones, manteniendo, eso sí, la línea roja de la unidad territorial del Estado.

La situación política catalana, anómala y transida de sentimientos exacerbados, requiere tiempo y actores políticos equidistantes -en los términos expuestos- y los más relevantes debieran ser, por definición, los gobiernos de Cataluña y España. Como quiera que la Generalitat se encuentra en situación de "vacación institucional", corresponde al Gobierno de España liderar la normalización, y a ello se está aplicando, a mi juicio, con dedicación y sentido común, intentando disminuir los decibelios de la discusión, y normalizando el estado de cosas (las comisiones bilaterales y la reunión entre Torra y Pedro Sánchez señalan el camino a seguir). La reciente propuesta de un referéndum para el autogobierno o aprobación de un nuevo Estatuto -creo es lo que se pretende- apunta en la dirección correcta, ya que el actual Estatuto, que data del año 2006, no fue el aprobado por los catalanes, ni siquiera por el Congreso de los Diputados, sino que fue enmendado por el Tribunal Constitucional en el año 2010, previo recurso del Partido Popular, que ha hecho de la explotación insensata del problema catalán -Cs comparte estrategia y táctica- su principal seña de identidad política.

La propuesta -no cabía esperar otra cosa- ha cosechado el rechazo destemplado de los bloques antagónicos enfrentados, insuficiente para unos, y excesiva para otros, eso sí, en ambos casos sin haber mostrado la menor intención de interesarse por el contenido del proyecto -que incomoda- por cuanto su apuesta política pasa exclusivamente por el frentismo y la radicalidad más feroz, aunque ello conlleve preterir los intereses de España, supeditados estos al juego político partidista más inmoral.

Tendemos a concebir el nacionalismo catalán como un bloque compacto, cuando es lo cierto que conviven en ese espectro político muchas sensibilidades disimiles en su relación con España, por lo que cualquier estrategia inteligente que pretenda encauzar el problema debe tender puentes buscando la reconexión con aquellos catalanes que, en los últimos años, transitaron desde posiciones catalanistas compatibles con la idea de España reflejada en nuestra constitución, hacia posiciones proindependentistas. La apuesta por un nuevo Estatuto puede operar a modo de hilo de Ariadna que ayude a este grupo de catalanes y a sus líderes a encontrar la salida del laberinto en el que se han perdido, al modo como Teseo encontró su propia salida, evitando su final trágico.

El debate territorial resulta ciertamente incómodo para la izquierda española, por cuanto, en puridad, los principios y valores que representa son universales y no se avienen con pretensiones nacionalistas; no obstante un partido de izquierdas con vocación de gobierno en España no puede obviar el asunto, ni sumarse acríticamente a las fáciles y traumáticas soluciones de la derecha conservadora, basadas en el "aplastamiento" que sólo genera odio y rencores (en Cataluña aún se pasa factura a España por las acciones de Felipe V). En consecuencia, y aunque constituya una obviedad, encontrar un encaje de Cataluña en España en términos de convivencia pacífica es un deber de todo gobernante que se precie, y esto no convierte al mandatario de izquierdas en un cómplice del nacionalismo "per se", sino que la dibuja con los perfiles del hombre de estado que los tiempos requieren.

Aún resuenan en las Cortes Generales los ecos del discurso que D. Manuel Azaña pronunció en mayo del año 1932 con ocasión de la aprobación del Estatuto: "?nos encontramos ante un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República. Este es el problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no sé si es difícil o fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo, sea difícil, sea fácil".

Compartir el artículo

stats