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El difícil arte de gobernar... y de dimitir

El escaso perfil político de los ministros de Sánchez

Estos pasados días he estado siguiendo la emisión en directo desde Capitol Hill de las sesiones del todopoderoso Comité de Justicia del Senado de los Estados Unidos, en las que se discutía la confirmación del juez Brett Kavanaught como magistrado del Tribunal Supremo. Kavanaught, un jurista de ideología ultraconservadora, propuesto por el presidente Trump para sustituir al dimisionario y moderado Anthony Kennedy, está acusado de abusar sexualmente de varias mujeres, durante sus años de estudiante en Washington. Independientemente del resultado final de todo el proceso, la visión de un grupo de mujeres increpando, en un ascensor del Capitolio, al senador republicano Jeff Blake, el cual, con el cambio del sentido de su voto, iba a permitir la confirmación de Kavanaught, pendiente ya sólo de su aprobación por un pleno con mayoría republicana, reafirma, una vez más, la extraordinaria fortaleza del sistema político norteamericano y el enorme vigor de sus instituciones, en un duro contraste con las indescriptibles sesiones que hemos podido contemplar en algunas de las comisiones de investigación creadas en nuestro parlamento y con las no menos sonrojantes comparecencias de algunos miembros del gobierno, en el propio parlamento y ante los medios de comunicación, a la hora de explicar su participación en los distintos acontecimientos en que se han visto envueltos y que ponen al ejecutivo del que forman parte en la cuerda floja.

Poco se puede añadir, a estas alturas, a lo ya dicho por los diversos medios de comunicación y por los sesudos analistas políticos, en relación a las causas y motivos que han llevado a diversos miembros del Consejo de Ministros a abandonar de forma tan abrupta y precipitada sus responsabilidades de gobierno. Existe, no obstante, una variable, que no ha sido tenida en cuenta, en mi opinión, a la hora de analizar las recientes dimisiones y la difícil situación en que se encuentra el gabinete Sánchez, tras apenas 100 días en el gobierno, y ésta es la de la composición y naturaleza del gabinete y de sus miembros. Todo aquel que tenga unas mínimas nociones de teoría de la Organización del Estado sabe que nuestro ordenamiento constitucional atribuye al Gobierno y por ende, a su órgano colegiado, el Consejo de Ministros, una doble naturaleza: política ("dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado") y técnica ("ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las Leyes"); Y así, un ejecutivo que se precie, debe buscar un adecuado equilibrio en su composición, y ello porque la mayoría de los problemas a los que uno se enfrenta, a la hora de gobernar, no son ni técnicos, ni políticos, sino ambas cosas a la vez y al mismo tiempo. Y en esta dicotomía, resulta evidente que el primer gobierno Sánchez presenta un perfil mucho más técnico que político, de una forma peligrosamente desproporcionada. Los nombramientos del fugaz ministro Huerta, del ingeniero y astronauta Pedro Duque, o de la fiscal Delgado, todos ellos profesionales con nula experiencia tanto política como de gestión pública, son buena prueba de ello.

Lo cierto, es que soy un gran admirador de Carlos Matus Romo. Matus fue ministro de Economía, Fomento y Reconstrucción durante el gobierno de Salvador Allende y tras pasar dos años en diversos campos de detención del régimen pinochetista, en 1975 se exilió en Venezuela, donde desarrolló labores de consultor de las Naciones Unidas y posteriormente como fundador y director de su propia Fundación de desarrollo y planificación estratégica y de buen gobierno, asesorando a diversos gobiernos, principalmente latinoamericanos, hasta su muerte en 1998. Su frustrada experiencia en el gobierno chileno, entre los años 1971 y 1973, permitió a Matus constatar que el propio Salvador Allende había subestimado la importancia del nivel y de las capacidades personales de los miembros de su gobierno a la hora de llevar a cabo una tarea tan ingente como la que pretendía desarrollar el gobierno de Unidad Popular en el Chile de comienzos de los años setenta del siglo pasado. Según su conocida teoría del "triángulo de gobierno", la técnica de gobierno ideal tomaría, para el gran politólogo chileno, la forma de un triángulo equilátero, en el que uno de sus vértices estaría configurado por las capacidades del gobierno; otro, por el proyecto de dicho gobierno; y el tercero por la gobernabilidad, entendida como el consenso que alcanza ese proyecto en la sociedad civil. Y concluye Mato que, las relaciones entre el proyecto y la gobernabilidad requieren una alta capacidad del gobierno y de cada uno de sus miembros. Capacidad que exige, en fin, un difícil equilibrio entre los conocimientos técnicos, sin que sea posible fiarlo todo a los especialistas y asesores y la experiencia política adquirida tras años de ejercicio. Apliquen, pues, esta teoría a la composición del actual gobierno socialista y podrán encontrar, al menos, una de las causas de que la nave se haya resquebrajado ante el primer envite de los elementos. No en vano, ya en unos de sus primeros artículos, "De Re política" (1909), señalaba Ortega, que la Política, con mayúsculas, "no consiste tanto en dar leyes, sino en dar ideales". Queda dicho.

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