Ha vuelto a suceder: un candidato abiertamente machista, homófobo y de discurso violento, Jair Bolsonaro, venció de manera arrolladora en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil, el país más poblado de Sudamérica y se perfila como ganador en la segunda, prevista para el día 28. Al mismo tiempo, el hombre fuerte del gobierno italiano, el populista Matteo Salvini, y la líder de la extrema derecha francesa, Marine Le Pen, acordaban crear un "frente de partidos soberanistas", para "poner fin a las políticas de liberalización que han llevado a Europa a la ruina".
Y, de nuevo (salvo excepciones), han vuelto los lamentos de analistas y opinión pública mundial. Han proliferado los golpes de pecho, entre la incredulidad y el rechazo al voto expresado por los ciudadanos y las críticas a la inconsistencia y a la posverdad que sale de las bocas de los citados personajes. Y puede que tengan razón, con sus advenimientos apocalípticos de degradación de la democracia liberal. Pero eso, tener razón, no es suficiente.
Y no basta porque los ciudadanos que votan a Orban, a Alternativa por Alemania, a Trump, a Salvini, a Le Pen o a Bolsonaro expresan rechazo y miedo. Rechazo a las consecuencias de la globalización, que han disminuido sus opciones de pertenecer a la clase media, cada vez más precaria y con menos bienestar. Miedo a un futuro dominado por una inmigración imparable, que baje más los salarios de sus trabajos de baja cualificación y a una creciente robotización de funciones, que dejen obsoletos a muchos empleos, sin que quede claro que se vaya a generar más trabajo del que se destruye. Es a eso a lo que deberían responder los partidos clásicos y las élites globalistas, ante la demagogia de estas fuerzas emergentes. Mientras los remedios no sean percibidos como eficaces, la ola populista no disminuirá.
