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Encuentro en el "Jardín Melancólico"

Una vez al año los cementerios se convierten en centros de peregrinación

Aunque cada vez menos, una vez al año, en el día de Todos los Santos o Difuntos, los cementerios se convierten en centros de peregrinación.

Estos espacios forman parte del paisaje cercano de ciudades y pueblos. Son objeto de estudio y, además de la atracción emocional de cada uno, muchos de un turismo nada despreciable. Si no que se lo pregunten al Père Lachaise parisino o al monumental cementerio militar de Arlington (Virginia). Algunos ocupan extensiones inmensas, como el de Estambul. Otros son sorprendentes por su ingenio, como el "cementerio alegre" de Sapanta, en Rumanía. O forman parte de una historia asombrosa, como el cementerio judío de Praga. O han sido seleccionados por su bello paraje, como el de Luarca. Representan distintas religiones Todos encierran muchas historias anónimas y algunas conocidas.

Escenarios, casi protagonistas, de películas, novelas, poemas, obras teatrales, todo en ellos nos es próximo. Tal vez la cumbre de esta comunión entre vivos y muertos se produzca en el sincretismo mexicano entre el catolicismo y los ritos precolombinos, ensalzando el valor de la familia y los antepasados, como, por ejemplo se expresa en la tierna y animada "Coco" (2017) en la que el valor familiar es lo primero. Tan importante es este "Día de los Muertos" que fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en el año 2003.

Más cercanos, los cementerios de cada uno de nosotros tienen su leyenda. A nadie que supere una cierta edad le resulta ajeno el fregoteo cantarín inicial de las tumbas en "Volver" (Almodovar, 2006). Y es que lápidas y nichos se adecentan y pueblan de flores y luces en un ritual compartido. Cada vez más hay espacios nuevos para urnas con cenizas, las de aquellos que, aunque en polvo, vienen a poblar también esta ciudad de difuntos. Hay melancolía, añoranza, tristeza o soledad. Pero hay necesidad de reencontrarse.

Sin embargo no siempre fue así. El "Jardín Melancólico", espacio físico organizado, es una invención muy moderna en nuestra cultura cristiana. Era costumbre celebrar los enterramientos en las iglesias, en catedrales, en nichos, en el suelo, en criptas, en las inmediaciones de los templos, con inscripciones más o menos historiadas y, quien se lo podía permitir, sepulcros hermosos, capillas propias, grupos escultóricos realizados ad hoc para loa del difunto y los suyos. El crecimiento de las ciudades en el siglo XVIII ya hizo desaconsejable esta práctica y en 1781 el ilustrado Carlos III firmó la construcción de cementerios con finalidad higiénica. Las resistencias fueron grandes, pero la industrial y urbanita centuria decimonónica acabó irremediablemente imponiendo como norma este nuevo espacio alejado del poblamiento.

Yendo a lo local, a nuestro solar astur, contemos alguna historia breve. Corría el año de 1799 y se propone para "la total extinción de las fiebres pútrido-malignas de la villa de Gixón" dejar de sepultar los cadáveres en la parroquia, que estaba colapsada pues "vea vuestra merced aquí demostrada en pocas palabras la necesidad de edificar prontamente un buen cementerio según lo tienen mandado nuestras leyes. Si no se hace luego?no faltarán? epidemias". Eso sostenía don Manuel María González de Reconco "como diputado del común, como médico, y como vecino", señalando además que esto mismo ya lo había tratado tiempo atrás "don Francisco de Paula Jove Llanos", a propósito de la construcción de un nuevo templo.

Apenas tres años después Oviedo clamaba por construir fuera de la ciudad un hospital, un jardín botánico y un cementerio. Este último proyecto quedaría culminado en 1809 con el de San Cipriano, cerca del Prado Picón. Realmente aquellas fueron soluciones de paso. En las tres ciudades en auge de Asturias los actuales camposantos (El Salvador, Ceares y La Carriona) son del último tercio del siglo XIX, cuando no hubo más remedio que ampliar, más lejos de la ciudad, el barrio del "más allá".

La conexión entre la vida y la muerte genera sentimientos ambivalentes de atracción y repulsión. La existencia de otra vida va en función de creencias y en esta nuestra tradición judeocristiana la continuidad está asegurada, como lo estaba en tradiciones anteriores. Y asociados a las creencias están los ritos. La visita o el recuerdo a los difuntos en el Día de Todos los Santos, fiesta instituida para el 1 de noviembre en el siglo VIII, encierra la esperanza cristiana de la resurrección y el paraíso, continuada el día 2 de noviembre con el Día de Difuntos.

En el plano divulgativo cultural era tradición común en España, desde que se estrenara en marzo de 1844, asociar la representación del Don Juan Tenorio, de José de Zorrilla, a la festividad de Todos los Santos, víspera de los Difuntos. Aquel despiadado y amoral mujeriego que despreciaba la virtud vería caer sobre si la venganza de los muertos cobrando vida en el siniestro cementerio. Aunque, lección de esperanza, quedaría salvado por la conjunción del amor y la fe. Esa costumbre teatral ya no es general. Como tampoco lo es releer la inquietante "El monte de las ánimas", de Gustavo Adolfo Bécquer o los menos socorridos artículos críticos de "El día de difuntos de 1836", de Mariano José de Larra. Ya no se cuentan cuentos de miedo. Apenas se consumen postres tan típicos como los huesos de Santo.

Colonizadores colonizados, conquistadores conquistados hemos sido invadidos por la anglosajona noche de Halloween, con sus disfraces, calabazas y frases que nos retan, "truco o trato", a dejar nuestras anticuadas y cultas tradiciones por esta diversión extranjerizante de imparable progresión gracias a innumerables películas, anuncios, series, imágenes y objetos metidos a golpe publicitario. Una especie de desidia, de abandono de lo propio, propicia esta adopción de lo ajeno.

Y sin embargo, como cada inicio de noviembre, frente a las lápidas, nichos o urnas de los cementerios donde reposan los nuestros; en la montaña, el huerto, el mar o el río donde quedaron libres las cenizas de familiares y amigos, siempre hay un momento para el recuerdo dolorido, pero amable y afectivo de aquellos que nos quisieron y a quienes quisimos. En algún lugar cierto o imaginario se da ese encuentro. Cada uno tiene su particular "Jardín Melancólico".

[Quirós Linares, Francisco (1933-2018). "El Jardín melancólico"". Las ciudades españolas en el siglo XIX. Ámbito, 1991; Larra, Mariano José de (1809-1837). "El día de difuntos, 1836". Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres. Crítica, 2000]

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