Ni usted, ni yo, ni el vecino de enfrente, ni el jubilado de la puerta de al lado ni el mediopensionista del chiste le preocupamos un chavo a la banca, que hace negocio propio a base de tener a recaudo el dinero ajeno. Y que además goza de la suerte del prestamista: el Tribunal Supremo tiró la moneda al aire y salió cara en favor de los bancos. Ya intuíamos los anteriormente citados quién iba a cargar con la cruz del impuesto sobre las hipotecas con sentencias hipotéticas. O sea, que quienes auguraron que los honorables magistrados se la iban a envainar no hacían conjeturas.
Lo que consigue la controvertida decisión del Supremo es dar tranquilidad al sistema: que los bancos recuperen en unos días las pérdidas de la reciente zozobra bursátil; que la litigiosidad no se dispare hasta el extremo de paralizar, con reclamaciones, los juzgados; que las comunidades autónomas respiren tranquilas y no tengan que devolver al prestatario la bonita cifra de 5.000 millones de euros, y que los bancos renuncien a repercutir sobre el cliente futuro la onerosa cuenta puesta judicialmente en duda.
Va a hacer falta que el Gobierno de turno nos ilustre a los pobrecitos compradores de pisos sobre qué, cómo y cuánto debemos pagar, ya que somos indocumentados del impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados. Y a los que dudan de la buena fe de los magistrados del Alto Tribunal no les quedará otro camino que el de Otegi: recurrir a los tribunales de Justicia de la Unión Europea, a ver si los tristes paganos tienen tanta suerte como los testaferros de los terroristas.