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La democracia contra sí misma

Cuando la política no deja resquicio a todo lo demás e invade el presente

Uno de los riesgos del sistema democrático reside en el hastío que provoca su funcionamiento ordinario. La tediosa tramitación parlamentaria, unida a la monótona burocracia administrativa o a la rutina en todo lo demás, suelen convertir a nuestros Estados en algo aburrido por definición, de nulo atractivo para unas sociedades cada vez más fascinadas por el espectáculo. Ha sido en este contexto en el que se han fraguado precisamente algunas de las opciones emergentes, ofreciendo diversión a raudales mediante su presencia radical y permanente en la vida pública, suscitando inequívoca agitación social.

Donde ese saludable sopor habita, habitualmente reina la prosperidad, al funcionar los poderes con regularidad germánica y no existir espacio para las estridencias. Por más que los Lores bostecen a boca abierta en las plúmbeas sesiones de su cámara, los mecanismos trenzados en torno al derecho permiten la decisión y luego la gestión eficaz de los principales asuntos ciudadanos, como acostumbran a confirmar las estadísticas. Por el contrario, cuando los sobresaltos conquistan la realidad, se producen con alta frecuencia súbitas parálisis, que no tardan en visualizarse en los índices y finalmente en lo cotidiano. No hay cosa peor que un país impredecible, o en el que nada serio pueda afrontarse porque cada día se estremece con alguna ocurrencia. Como sucede en el entorno familiar, la regularidad es sinónimo de que todo marcha como debe, y el suceso, sobre todo cuando desentona o se presenta con brusquedad, equivale a inconveniente sobrevenido que detiene el avance y consume excesivos recursos.

Abandonar este tranquilo escenario y abrazar la diversión supone, además, un notable peligro para la propia democracia, al polarizar a la sociedad en torno a la política, algo desde luego poco deseable. Como sostiene Robert Talisse, de Vanderbilt, esa tiranía de la democracia socava a la democracia misma, al someter las relaciones sociales a las lealtades que se forjan en dicho ambiente ideológico, sin dejar hueco a otros elementos humanos tanto o más poderosos. Sobre la reciente experiencia norteamericana, Talisse afirma algo que es posible compartir aquí: "todo nuestro mundo está conformado hoy por las tribulaciones de la política. Por decirlo dramáticamente, nuestras vidas están tiranizadas por la democracia".

Las sociedades en las que las democracias están sacudidas a todas horas por convulsiones partitocráticas acostumbran a concentrar sus energías en la ideología, en lugar de estructurarse en torno a otras cuestiones que nula relación guardan con ella. Y eso no parece lo mejor para la salud democrática, porque la ausencia de desconexión por la comunidad de ese ámbito convierte a la democracia en un constante campo de batalla que lo interpreta todo en clave política y que al final suele acabar como el rosario de la aurora, como en España hemos comprobado.

Nada de antidemocrático hay en este modo de pensar, como apresuradamente pudiera considerarse. Se trata apenas de situar a lo político en el estricto lugar que le corresponde, que no puede ser la sustitución de los espontáneos intercambios humanos, basados en vínculos no necesariamente ideológicos. Esto se difumina cuando la política no deja resquicio a lo demás e invade el presente, y las personas nos limitamos a comportarnos solamente de acuerdo con dicho patrón cada mañana. Por eso, defender la democracia pasa por preservar a la sociedad del constante y obsesivo foco político, para conseguir de esa manera consensos que de otro modo resultarían imposibles. Y, también, por recuperar el aburrimiento en la cosa pública, ubicando a lo que se salga de ahí en el mercado del entretenimiento.

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