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Carta a un apóstata

En qué fallan los sacerdotes a una persona que es capaz de salirse totalmente de la Iglesia

Apreciado K.:

He visto el folio firmado por ti, presentado en la curia diocesana, en el que manifestabas tu deseo de abandonar la Iglesia católica, a la que fuiste incorporado por el bautismo. Era un formulario bajado de internet: "Tan de oficio como los que se usan en las parroquias para solicitar los sacramentos", dije para mí.

Llamé por teléfono al párroco de tu pueblo, a tu profesor de Religión en el instituto y al cura que te bautizó, para preguntarles si eran conocedores de la decisión que habías tomado y si podían darme alguna explicación acerca de los motivos que te habían inducido a apostatar de la fe católica. Ni lo sabían, ni se lo explicaban y supongo que tampoco se pusieron en contacto contigo para comentarlo.

Y sigo dándole vueltas a la solicitud firmada sobre el folio estampado en la impresora del ordenador: ¿en qué te hemos fallado? No es que te hayas desentendido, como tantos, de la práctica religiosa, por las razones que fueren, sino que te has tomado las molestias de indagar y tramitar en persona el proceso de salirte totalmente de la Iglesia. Querías, en verdad, irte.

Te pusiste en contacto, en varias ocasiones, con el arzobispado, para asegurarte de que la gestión iba adelante. Te mostrabas contrariado, e incluso irritado, por la lentitud, según tú, injustificable: "¿Están dándome largas? ¿Se cursan realmente las peticiones? ¿Cuándo estaré definitivamente fuera?", preguntabas impaciente.

He considerado la posibilidad de que el ateísmo te impeliese a tomar la decisión. Hay no creyentes que afrontan el asunto de la fe con una seriedad abrumadora. Un acendrado sentido de la coherencia les impide mantener la formalidad externa de seguir figurando en el nomenclátor de la Iglesia.

Luego, pensé también en lo contrario, en las faltas de seriedad y coherencia que hubieras podido apreciar en alguno de aquellos que tienen el deber de ser un ejemplo para los demás: los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los seglares que trabajan en las parroquias, los colegios o las numerosas instituciones de la Iglesia. Me vinieron a la mente distintas situaciones que podrían haberte acaecido a ti o a los tuyos, de esas que causan rompimientos lacerantes en el alma. Cuando hice la recapitulación de todas las que se me ocurrieron, no te imaginas la tristeza que sentí.

Y te ruego, apelando a tu paciencia, que me concedas el favor de acoger esta confidencia que, antes de concluir, deseo compartir contigo: No sabes lo que tiene de fracaso para mí el hecho de que, a estas alturas de la vida, yo ya no esté en condiciones de decir aquello que Dionisio Areopagita manifestó en una de las epístolas que se le atribuyen: "Que yo sepa, jamás he polemizado ni con los griegos ni con nadie". ¡Dichoso quien pueda decir de sí mismo que no ha perdido nunca los estribos y que ha sabido embridar siempre, en el coloquio, el pronto que incita a la controversia acalorada e irracional! Y desde que tú depositaste en el arzobispado, apreciado K., el folio estampado en la impresora del ordenador, en el que solicitabas que se te diese de baja en tu pertenencia a la Iglesia católica, tampoco podré decir ya aquellas palabras que Cristo declaró ante su Padre cuando estaban a punto de culminar las horas de su vida terrenal: "He velado por los que me confiaste y no he perdido a ninguno".

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