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Viejas cicatrices de la Historia

450 años del conflicto "holandés"

Holanda, llamado en realidad Reino de los Países Bajos, conmemora el 450 aniversario de la "Guerra de los Ochenta Años", una contienda en la que se vio involucrada la Monarquía Hispánica y que significó un capítulo destacado de la "leyenda negra". Una exposición organizada en el Rijksmuseum de Amsterdam que cuenta con la participación del Instituto Cervantes y que expondrá obras del patrimonio documental y artístico español parece dispuesta a ver de otra manera aquel episodio.

La "Guerra de Flandes", denominación más reconocible para nosotros, forma parte del mito fundacional holandés que en palabras de más de un prestigioso historiador es hora de revisar ya que "a los españoles se les endosa una leyenda negra, mientras los holandeses tienen su leyenda blanca". Y es que aquella guerra, o conjuntos de encontronazos alargados ocho décadas, dejó una secuela de héroes con nombres de allí y villanos con nombres de aquí que es tiempo de someter a crítica. Hay quienes sostienen que "todas las naciones necesitan para nacer un enemigo y para fortalecerse y crecer algún muerto". Cuanto más poderoso sea el enemigo y más traumático el inicio más cohesión nacional podrá darse en el proceso de la forja nacional.

Prácticamente en todos los archivos españoles, también en los regionales, quedan referencias de lo que significó en sangría de recursos el mantenimiento de la contienda de Flandes que se convirtió en un quebradero general del final del XVI a mitad del XVII.

En el caso de Holanda, la Guerra de los Ochenta Años, su partida de nacimiento, vende la hermosa idea de liberación contra la opresora Monarquía Hispánica dueña por entonces de un amplio territorio conocido como de las Diecisiete Provincias que venía a corresponderse con los actuales Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, parte del Norte de Francia y del oeste de Alemania.

Cuando en octubre de 1555 el emperador Carlos V inició el proceso de abdicación en su hijo Felipe II, lo hizo en Bruselas, tierra que formaba parte de la herencia de sus antepasados titulares del Condado de Borgoña. Carlos V era sentido como uno de ellos, había nacido en Gante y hablaba su idioma. De hecho, le había costado trabajo hacerse al principio con los reinos de España en la que le sentían como extranjero; había tenido que lidiar con los comuneros castellanos y las germanías valenciano mallorquines. Pero en el acto solemne de su abdicación, su heredero Felipe II no pudo dirigirse a la asamblea de notables "por no conocer bien el idioma" y la atmósfera se tornó fría e indiferente. Desde entonces el gobierno de todas aquellas tierras bajas se le antojaría "una empresa imposible". Ni por origen, ni por carácter, ni por ascendencia, ni por forma de gobernar el nuevo rey se parecía a su padre. Pero era el soberano legítimo y en la mentalidad de entonces rey, reino y religión iban juntos, así que no preveía misión diferente el nuevo rey que conservar lo recibido en herencia.

Felipe II colocó como gobernadora del territorio a su medio hermana Margarita de Parma, que pese a su título era flamenca de la ciudad de Oudenaarde. Y entre los consejeros fue habitual de los gobernantes españoles contar con el príncipe Guillermo de Orange, presente en las jornadas de abdicación, y también con los condes Egmont y Horn que con el tiempo acabarían siendo los héroes del independentismo, ajusticiados por el "duque de Hierro" en la Grande Place de Bruselas.

Aunque desprovisto del título de Emperador del Sacro Imperio Romano que Carlos V ostentara, Felipe II llegó a reinar desde su corte madrileña en unos dominios tan vastos que sobre ellos "no se ponía el sol" y que se repartían por todos los continentes desde que en 1580 se convirtiera además en soberano de Portugal y todo su imperio.

En Flandes, las tensiones entre la nobleza local y el gobierno hispano tuvieron un punto importante en la extensión del calvinismo en las ciudades del norte, utilizada la religión por los notables de las ciudades como "arma política" prefiriendo el calvinismo al luteranismo de los príncipes alemanes, tan cercano y peligroso. Las revueltas político-religiosas instigadas por una minoría forzaron a Felipe II a echar mano de Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, probado militar, partidario de las acciones contundentes. Estuvo seis años en los Países Bajos (1567-1573) para reprimir la insurrección y lo hizo. Puso en marcha reformas administrativas que no se admitieron y la hábil propaganda del príncipe Guillermo de Orange le dibujó como un tirano sangriento, que en el imaginario popular pasó a ser el "duque de hierro", cabeza de la "furia española", diseñador de la "estrategia del miedo" que arrasaba una ciudad para rendir a las demás. ¡Qué viene el duque de Alba!, dicen que utilizaban las madres para amedrentar a sus hijos.

Comerciantes avezados, navegantes diestros los rebeldes crearon los "mendigos del mar", a medias entre piratas y soldados que hostigaban los navíos españoles, apoyados por los corsarios de la corona británica. Los "mendigos del mar" también perturbaron el comercio y empobrecieron a los pueblos, pero extendieron la guerra. Dentro de las Provincias rebeldes, los holandeses dueños de imprentas notables practicaron una propaganda eficaz imprimiendo imágenes de violencia, asedios y ejecuciones que arrojaron contra el duque de Alba y los españoles en general una fama terrible, convirtiendo a Felipe II en el "demonio" y azuzando la leyenda antiespañola.

Sin embargo, también entre los soldados de los Tercios españoles había holandeses. No todos estaban con Guillermo de Orange o su sucesor Mauricio, en cuyo ejército fueron muy numerosos los mercenarios alemanes o franceses.

Por otro lado, entre los gobernantes y militares destinados en los inicios de aquella guerra, en tiempos de Felipe II, hubo buenos militares-estadistas que intentaron conseguir acuerdos, amansar las aguas y parar la sangría. Pero no fue posible. Hombres del rey cumplían su deber. Tras el duque de Alba algunos como Luis de Requesens, don Juan de Austria -el héroe de Lepanto, hermanastro de Felipe II, que allí murió- o Alejandro Farnesio, duque de Parma, e incluso la princesa Isabel Clara Eugenia y su marido el Archiduque Alberto tuvieron allí su particular calvario.

La bondad y la maldad no se quedó en un solo campo. Ni todos los holandeses eran calvinistas, ni los calvinistas fueron mejores en el trato a los católicos que estos respecto a aquellos. Tampoco los partidarios de la independencia fueron "mirlos blancos" por más que la propaganda fuera efectiva.

Todo fue cuesta arriba desde que estallara definitivamente la guerra que hacía tiempo se venía incubando; un hecho que sucedió en la primavera de 1568. Para la Monarquía Hispánica llevar tropas se convirtió en un suplicio. Por mar era lento, peligroso y costoso. Por tierra, desde el Milanesado español en Italia, atravesando el Franco Condado, en lo que se conoció como "el camino español", una ruta de más de 1.000 km, Alpes incluidos, era impracticable en invierno. Todo hizo muy difícil "poner una pica en Flandes".

En los ochenta años que siguieron a 1568 hubo una tregua de doce años, a principios del XVII, durante el reinado de Felipe III, y luego una agudización de conflictos y guerras en Europa, inmersa en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). La Monarquía de Felipe IV, acosada también en el interior por el levantamiento de catalanes y portugueses desde 1640, su "annus terribilis", no pudo aguantar. En 1648, en el Tratado de Münster (Paz de Westfalia), la corona española reconoció la independencia de la República de las (siete) Provincias Unidas del norte, que en el XIX pasó a llamarse Reino de los Países Bajos (Holanda).

Ahora que Europa recuerda el centenario del armisticio de la Primera Guerra Mundial y clama contra las divisiones y los nacionalismos excluyentes y disgregadores amparados siempre en la tergiversación interesada de la Historia, bien está que empiece a cuestionarse una leyenda negra mucho menos negra de lo que la pintaron.

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[García Cárcel, Ricardo (2017). El demonio del sur. Cátedra; Fernández Álvarez, Manuel (1921-2010). El duque de Hierro. Espasa, 2007]

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