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Sol y sombra

El problema

Se presta más atención a la forma que al fondo. Vivimos en una democracia gestual y gesticulante que no hace más que reflejar el estado anímico de una sociedad envuelta en tics nerviosos, narcisistas y banales, que se desparraman por la redes sociales y las esquinas. No hay por qué asombrase por tanto de las sobreactuaciones de Gabriel Rufián, clon evolucionado del pistolerismo sin pistola dueño de la oratoria desafiante de aquellos diputados nazis del NSDAP en los años treinta en el Bundestag, de los escuadristas de Mussolini, o de los primeros asamblearios de la Lega Nord que entraron en Roma intentando poner patas arriba al parlamentarismo de la Primera República italiana. Sus estilistas son los mismos.

Rufián no es una novedad, por mucho que su apellido contribuya a consolidarlo como un personaje detestable de la política. Ni él, si su compañero el del esputo lo son. Pertenecen, en cambio, a un parlamentarismo altisonante con derecho a roce que lamentablemente se ha practicado a lo largo de la historia en determinadas circunstancias o situaciones más o menos tensas, y que ha obligado a los presidentes de algunas cámaras a medir y arbitrar el tono del exabrupto. En ocasiones de manera lacrimógena como el otro día hizo la presidenta del Congreso, Ana Pastor.

El problema no son los rufianes de la política que escenifican el desacuerdo de la manera en que lo hacen, desafiando al adversario, menospreciándolo o intentando intimidarlo. El agredido debe estar dispuesto a responder con argumentos o con ironía a las provocaciones, como sucedió con Borrell el otro día sacando a colación el serrín y los excrementos para dirigirse al atrabiliario Rufián. El problema verdadero es el patetismo que supone tener que hacerlo con los que precisamente te están permitiendo gobernar con sus votos y que son, a la vez, los que te insultan y denigran. Además de denigrar la razón y al país que quieren destruir. Ese es el problema.

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