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La incomprensible moda de quedar para pegarse

Corría el año 1999 cuando el director de cine David Fincher rodó su película El club de la lucha, protagonizada por Edward Norton y Brad Pitt. El argumento giraba en torno a un muchacho que, hastiado de una gris y monótona existencia, luchaba contra su insomnio permanente. Tras conocer a un peculiar vendedor cuya filosofía de vida hallaba en la autodestrucción su razón de ser, fundó junto a él un club clandestino de lucha en el que, a base de guantazos, poder descargar sus frustraciones y su ira. El éxito de la cinta fue notable e incluso se la llegó a calificar como "un combinado de sátira y sociopatología" (lo segundo bastante más que lo primero).

A tenor de noticias como la del reciente enfrentamiento entre hinchas del Hércules y el Castellón, es obvio que el fenómeno que plantea el filme no es en absoluto novedoso. Por el contrario, es tan antiguo como el hombre. Lo que actualmente le otorga un sesgo diferenciador es la introducción de las nuevas tecnologías en su ejecución, ya que ahora los descerebrados pueden citarse a través de las redes sociales y las grabaciones de sus enfrentamientos pueden subirse a la red y exhibirse a modo de medalla.

Hasta la fecha, el tan cacareado progreso tecnológico sólo alcanzaba a las páginas web de contactos, bien fuera para forjar bellas amistades, encontrar pareja (lo de enamorarse virtualmente siempre me ha parecido un poco pretencioso) o practicar sexo con las preceptivas dosis de desenfado y alergia al compromiso. Sin embargo, en un alarde de I+D+i, no va a quedar sueño que no podamos ver cumplido con la ayuda de las máquinas infernales. De hecho, una empresa estadounidense pionera en la utilización de la violencia como alternativa de ocio, ya creó hace unos años una aplicación informática consistente en poner en contacto a dos o más personas cuya máxima aspiración estribara en liarse a golpes. Así, sin mayores pretensiones. Se trataba simple y llanamente de concertar peleas entre desconocidos.

La citada plataforma añadía entre sus ofertas un chat en el que se permitía insultar al contrincante a fin de calentar el ambiente previo a la refriega, sin duda una nueva demostración de las privilegiadas mentes de sus inventores. Asimismo, ponía a disposición de los púgiles aficionados un mapa que indicaba las ubicaciones de los hostiódromos más próximos a sus domicilios. En este punto rescato con añoranza de mi memoria otras vías de desahogo que, en su momento, me causaron extrañeza, aunque en un grado sustancialmente inferior a esta de cascarse a discreción. Como la de aquel establecimiento, en este caso español, que brindaba a los clientes la posibilidad de romper todo tipo de objetos -platos, vasos, botellas, incluso pequeños electrodomésticos- como terapia para combatir el estrés. Por lo visto, la gente iba, arrasaba con el mobiliario y eliminaba su angustia en cuestión de minutos. La tarifa básica daba derecho a destrozar un máximo de 25 piezas pero, si se optaba por la Premium, los despojos podían ascender a 35 -televisor, impresora o monitor, incluidos-. Además, los beneficiarios eran agraciados con un DVD, recuerdo de sus desmanes, y con quince minutos de estancia en una sala de relajación para rebajar los niveles acumulados de adrenalina.

No obstante, yo me decanto sin dudar por una singular apuesta hotelera japonesa, las denominadas habitaciones del llanto, unos pseudorrefugios diseñados para que las mujeres (de los hombres nada se dice) puedan llorar a moco tendido con la inestimable colaboración de películas y libros del tipo Sólo el cielo lo sabe o La dama de las camelias. Con la que está cayendo, le auguro a este negocio un futuro no menos exitoso que el de estrellar vajillas o deslomar al prójimo.

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