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La Espuma De Las Horas

Aquellas hogueras de Ava Gardner

La condesa descalza y el Madrid americano de los sesenta

De contar con unos rasgos preconcebidos, Ava Lavinia Gardner habría sido diseñada para aturdir al sexo opuesto. De joven era la mujer más hermosa del cine, más que Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe, cualquiera de las dos mucho mejor actriz que ella. Pero en La condesa descalza (1954), una fábula amarga sobre el negocio del cine, Mankiewicz la hace emerger para que la admiración libre una batalla contra la incredulidad. Primero, sus pies descalzos debajo de una cortina tendida, el cabello negro, los labios inclinados, la barbilla hendida, y los ojos verdes, vistiendo un collar escarlata a juego con el color de sus labios, y una blusa blanca escotada que sólo le cubre un hombro, como si se tratara del animal más bello de la creación.

María Vargas baila un flamenco americanizado, se supone que es una proletaria y, sin embargo, habla un inglés perfecto y se comporta con soltura y altivez. Casi nadie escribió para Ava Gardner un papel creíble. Su carrera se extendió desde principios de los años cuarenta hasta mediados de los ochenta, pero Hollywood rara vez supo qué hacer con ella. Simplemente querían una versión algo estilizada de cómo era en realidad.

La firme determinación de ser ella misma, al margen del cine, es la obra que ha perdurado. Disponible para los hombres poderosos, antes de cumplir los treinta, se había casado con Mickey Rooney, Artie Shaw y Frank Sinatra, del que siempre estuvo enamorada y jamás llegó a divorciarse del todo. Su barco no tenía rumbo fijo, se acostaba con los grandes armadores y, ocasionalmente, del mismo modo que su personaje, María Vargas, con miembros de la tripulación.

Bebía y le gustaba pelearse, se exilió de Hollywood y vivió durante años en España, donde, al contrario de sus compatriotas, no vio un cliché en los toros y el flamenco. Era una mujer Hemingway; interpretó a Lady Brett en Fiesta (1957), aquella película horrenda que dirigió Henry King, sin poder salvarla del tedio. Fuera del cine, interpretó sus mejores papeles, comportándose como un ser franco, profano y, a menudo, muy inteligente, según se desprende de los testimonios de quienes la conocieron y de las confesiones que ella misma jamás pudo concluir en sus autobiografías inacabadas.

Vivía ya en Knightsbridge, Londres, y se había quedado sin dinero cuando se acercó al periodista Peter Evans, autor de las memorias de Onasis y Brigitte Bardot, y le pidió ayuda: "O escribo un libro o vendo las joyas. Y soy un poco sentimental con respecto a ellas". Le dio un material desinhibido y él se encargó de ordenar el discurso. El cineasta Perico Vidal, que vivió a todo tren el Madrid americano de los sesenta, le contó a Marcos Ordóñez, a propósito de las noches en la venta de Manolo Manzanilla, que se subía a las mesas, levantaba las faldas y se ponía a mear como si cualquier cosa. "Hasta meando sobre una mesa tenía clase".

Todo esto viene a cuento ahora que está de gran actualidad Arde Madrid, la miniserie televisiva de Paco León, que retrata la vida de Gardner en la Colonia del Viso y enciende las hogueras de la dolce vita residual durante el franquismo.

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