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Profesor emérito de Derecho Constitucional

Constitución e igualdad de las mujeres

Las normas punitivas diferenciadoras para favorecer a determinados segmentos sociales

Parafraseando el artículo 16 de la célebre Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada por igual a hombres y mujeres, carece de una Constitución democrática. En definitiva, no es una verdadera democracia constitucional. Esa igualdad, sin embargo, apenas tiene un siglo de reconocimiento más o menos explícito en los documentos constitucionales. Nuestra Constitución de 1978, a pesar de declarar (únicamente en términos genéricos, si bien lingüísticamente incluyentes) que "los españoles" son iguales ante la ley, comprende indudablemente en tal igualdad a las mujeres cuando a continuación prohíbe de manera expresa toda discriminación por razón de sexo (art. 14). De otra parte, el artículo 32.1 del texto constitucional proclama la "plena igualdad jurídica" del hombre y la mujer ante y en el seno del matrimonio, y el artículo 35.1 establece la interdicción de discriminación laboral por razón de sexo.

Mucho más recientemente, la Carta de Derechos fundamentales de la Unión Europea (cuya entrada en vigor se produjo en 2009), además de predicar la igualdad de "todas las personas" (art. 20) y de prohibir cualquier discriminación por razón de sexo u orientación sexual (art. 21.1), dedica un precepto específico a la "igualdad entre mujeres y hombres" (art. 23), que "deberá garantizarse en todos los ámbitos, inclusive en materia de empleo, trabajo y retribución". Más todavía: legitimando la denominada discriminación inversa, el precepto dispone así mismo que "el principio de igualdad no impide el mantenimiento o la adopción de medidas que supongan ventajas concretas a favor del sexo menos representado".

Pues bien: el legislador, las administraciones públicas y los órganos jurisdiccionales se hallan vinculados por estas disposiciones, tanto constitucionales como supranacionales, relativas a la igualdad jurídica de las mujeres, lo cual no ha impedido, por cierto, la vergonzosa persistencia hasta hoy de la brecha salarial. En el plano estrictamente interno, la promulgación de la Constitución de 1978 conllevaba la derogación (o en su caso la nulidad) de cuantas normas y actos de los poderes públicos preconstitucionales se opusieran al derecho a la igualdad de las mujeres. Esto propició que, ya desde el inicio de su andadura, la discriminación por razón de sexo ocupara buena parte de la atención del Tribunal Constitucional: por ejemplo, el acceso de las mujeres a las Academias militares, hasta entonces legalmente imposible, o la excedencia laboral forzosa de las empleadas de la Compañía Telefónica al contraer matrimonio, que a cambio de su expulsión recibían de la empresa una "dote" (!), o la admisión al trabajo en el interior de las minas. El propio TC, además, ha respaldado la discriminación inversa en general, y no sólo en beneficio de las mujeres, dando soporte y apoyo a las decisiones legislativas al respecto, aunque con algunas cautelas.

En efecto, la doctrina de la igualdad "en" la ley postula el trato normativo que demande la situación de cada ciudadano o de cada colectivo de la sociedad. Ello permite comprender muy bien la llamada acción afirmativa o discriminación positiva, mediante la cual el legislador pretende corregir la desigualdad de oportunidades de diversos segmentos sociales (mujeres, minorías raciales, homosexuales, discapacitados, etc.) a través de la imposición de cuotas de acceso, porcentajes de composición, puntuación suplementaria, protección especial en circunstancias de riesgo, etc. ¿Es esto siempre compatible con la igualdad a que tienen derecho todos los ciudadanos? En abstracto sí, y tal lo afirma, según hemos visto, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Sin embargo, cada norma que persiga reparar una desigualdad histórica debe tener en cuenta si la medida correctora no sólo es susceptible de ocasionar perjuicios a quienes, afectados restrictivamente por ella, pueden invocar también su derecho a la igualdad, sino a los titulares de otros derechos fundamentales. De ahí que la jurisprudencia exija el carácter estrictamente temporal de las medidas de discriminación positiva; de ahí también que la doctrina académica demande su sometimiento al principio de proporcionalidad; de ahí, en fin, que nuestro legislador, aunque autorice tanto a los poderes públicos como a las personas físicas y jurídicas privadas la adopción de acciones específicas a favor de las mujeres "para corregir situaciones patentes de desigualdad de hecho respecto de los hombres", señale que esas medidas, aplicables sólo mientras subsistan esas situaciones, "habrán de ser razonables y proporcionadas en relación con el objetivo perseguido en cada caso" (art. 11 de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres).

¿Qué decir, pues, de la imposición legal de equilibrio entre hombres y mujeres en las listas electorales y en la composición de los consejos de administración de las sociedades mercantiles de mayor volumen de negocio? Acerca de lo primero existe un pronunciamiento favorable del Tribunal Constitucional (Sentencia 12/2008). ¿Contraviene lo segundo el derecho fundamental a la libertad de empresa, cuyo ejercicio los poderes públicos han de garantizar y proteger, según dispone el artículo 38 de la Constitución? ¿Es constitucionalmente lícito, a su vez, el artículo 153.1 del Código Penal, que desde 2004 sanciona más gravemente la violencia del hombre sobre la mujer que la de ésta sobre aquél en las relaciones de pareja? ¿O se trata de una discriminación por razón de sexo en la que, con la mejor intención, ha incurrido el legislador mismo? A juicio del Tribunal Constitucional, "no resulta irrazonable entender? que en la agresión del varón hacia la mujer que es o fue su pareja se ve peculiarmente dañada la libertad de ésta; se ve intensificado su sometimiento a la voluntad del agresor y se ve peculiarmente dañada su dignidad, en cuanto persona agredida al amparo de una arraigada estructura desigualitaria que la considera como inferior, como ser con menores competencias, capacidades y derechos a los que cualquier persona merece" (STC 59/2008). Pero semejante modo de argumentar a favor de la legitimidad de la norma punitiva diferenciadora, que yo comparto, no convence a todos, comenzando por los propios penalistas. En cualquier caso, y desde una perspectiva jurídica del principio de igualdad, hemos avanzado notablemente durante las cuatro décadas constitucionales. Quizá quepa preguntarse, sin embargo, si el Derecho ha ido por delante de la realidad social, sin duda bastante menos risueña.

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