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Eduardo Jordá

El ruido y la furia

Los "chalecos amarillos" franceses

Politólogos, analistas, tertulianos, todos tienden (tendemos, mejor dicho) a juzgar las cosas en términos de fríos análisis racionales, pero la realidad suele ser mucho más escurridiza y mucho más porosa. Si les preguntáramos a algunos de los miles de manifestantes que queman coches y bloquean las carreteras en Francia -los "chalecos amarillos", como se hacen llamar- qué cosas reclaman o por qué protestan, es posible que muchos de ellos no tuvieran una idea muy clara, o que cada uno dijera cosas totalmente opuestas a las que dice su vecino. Lo único que sí sabemos, aparte de que protestan por el precio de los carburantes, es que todos esos ciudadanos se sienten estafados y frustrados y culpan al gobierno -quienquiera que sea quien ocupe el gobierno- de su angustia y de su fracaso y de su rabia. Todos se sienten agraviados y amenazados. No saben muy bien ni por qué ni por quién, pero lo que sí saben es que la amenaza y el agravio han ocupado sus vidas, y ahora ya no pueden entender su vida sin esa sensación constante de amenaza y de agravio.

Pero si se miran bien las cosas, esos ciudadanos encolerizados tienen bastantes cosas en común. Son ciudadanos que no tienen un buen sueldo, que no viajan a ningún sitio y que no tienen una vida envidiable. Son transportistas, pequeños comerciantes, agricultores, empleados y universitarios que han cumplido ya los 30 años (¡o los 40!) sin perspectivas de encontrar un trabajo acorde con lo que se esperaban cuando entraron en la universidad. Viven en ciudades pequeñas donde nunca pasa nada y donde han cerrado casi todas las fábricas y las tiendas y los comercios. Son gente que vive en un mundo que cada día les resulta más extraño. Gente que creía que algún día iba a ser feliz llevando una vida tranquila en algún sitio, sin grandes ambiciones y sin grandes esperanzas, pero que de pronto se ha dado cuenta de que eso ya no es posible. Gente que ve cómo van desapareciendo las cosas elementales que les proporcionaban seguridad y un reconfortante sentido de pertenencia -su familia, sus amigos, su barrio, su café, su taberna, su supermercado-, y que ahora descubre angustiada que esas cosas que parecían eternas ya no existen. Sus familias se disgregan porque es muy difícil tener hijos o las parejas se separan por cualquier tontería, sus padres y abuelos viven lejos o cada uno por su lado, las compras se hacen por Amazon, las tiendas y las fábricas han cerrado o están a punto de cerrar, y en los cafés y en las tabernas adonde iban ahora hay caras nuevas que antes no se habían visto nunca y que de pronto les hacen sentirse extraños.

Y encima, esa gente cobra sueldos ridículos que no les permiten pagar un alquiler ni viajar ni cambiar de coche ni siquiera comprarse un nuevo iPhone. Y mientras tanto, las élites sociales y políticas viven cada vez mejor, en un mundo al que ellos creían tener acceso -aunque fuera a una modesta escala local-, pero que ahora han descubierto que les está vedado para siempre. Y como es natural, esta gente está desconcertada y está rabiosa. Añora un orden, una vida segura, un mundo sólido bajo sus pies, pero sólo tiene incertidumbre, miedo, rencor y rabia. Sus padres y sus abuelos vivieron lo mismo que ellos, claro está, pero sus padres y sus abuelos habían soportado guerras y privaciones. Sabían resistir y sabían apretar los dientes. Pero ellos ya no saben resistir ni apretar los dientes. Y ahí están, gritando furiosos sin saber muy bien lo que quieren ni lo que piden.

Es el ruido y la furia, es decir, nuestro tiempo.

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