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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

El tren de Langreo

La triste decadencia de una de las líneas de ferrocarril más antiguas de España

Los niños que se crían junto a las vías quedan marcados de por vida por el influjo del tren. Los que fuimos niños en el valle del Nalón, tan estrecho que el río y las vías competían por hacerse hueco, asociamos la infancia al poderío del tren, encarnación de la aventura y del progreso.

En los años sesenta, la primera lección de historia que recibía un niño de la Cuenca estaba vinculada a los raíles y las traviesas. El niño aprendía para siempre que nuestro tren, el tren de Langreo -después llegaría hasta Laviana, pero se quedó con ese nombre para siempre-, fue el tercer tren de España. Inaugurado en 1852, sólo le precedieron el Barcelona-Mataró (1849) y el Madrid-Aranjuez (1851). Entonces, no se entraba en matices y pasó mucho tiempo hasta que supimos que años antes ya funcionaba otro ferrocarril en España, el que unía La Habana con Bejucal, inaugurado en 1837 en Cuba, que entonces era tan España como la mismísima Asturias.

Por eso cuando llegan noticias aquí, al otro lado del Negrón, de que nuestro tren agoniza, resulta inevitable sufrir un ataque de indignación mezclada con nostalgia. Ya no hay carbón, pero sigue habiendo pasajeros ¿Cómo es posible que se haya abandonado de tal forma el mantenimiento como para que ahora resulte una proeza arreglarlo? ¿Cómo es posible que haya que interrumpir el servicio durante tres meses porque falta un operario para supervisar las reparaciones? ¿Cómo es posible que se deje morir uno de los emblemas de nuestra cultura?

Sí, cultura. El tren es cultura. Busquen el cuadro de Jerardo Pérez Villamil, titulado "Inauguración del ferrocarril a Langreo" (1852). Búsquenlo en internet, porque el Ministerio de Fomento lo custodia y no está claro donde se puede contemplar.

Es cultura también porque forma parte de la historia de la ingeniería. Antes de la construcción del túnel de Carbayín -ahora amenazado por los desprendimientos-, los trenes subían la ladera del monte por un plano inclinado, arrastrados por una polea, como si fuera un ascensor, y descendían, impulsados por su propio peso, por la otra ladera, donde una nueva locomotora los conducía al destino final. Esas maniobras titánicas, en las que llegaron a trabajar hasta 200 operarios, recuerdan la hazaña de Fitzcarraldo, el comerciante peruano que consiguió salvar una montaña de 500 metros de altura en el Amazona transportando un barco a base de tracción humana. La hazaña fue reproducida fielmente para el cine por Werner Herzog en 1982.

La construcción del túnel de Carbayín fue otra proeza de la ingeniería. Después de que fracasaran tres empresas en la contención de los continuos desprendimientos en un terreno de arena y agua, un minero llamado Manuel Canteli consiguió domesticar la montaña y que el túnel pudiera fue inaugurado en 1963.

A los que nos ensuciamos la cara de hollín de la locomotora, viajando en el tren de madera (con su primera, su segunda y su tercera bien marcados en números romanos), los que estrenamos el veloz y ruidoso Automotor de gasoil, los que vimos llegar el Pájaro Blanco (recién llegado de los Estados Unidos tras ser utilizado en una campaña electoral) nos duele la agonía de nuestro tren.

Mientras esperamos sentados la llegada el AVE, igual podríamos dedicar nuestros trenes al disfrute del turista y del nostálgico. Ahora que tienen tanta demanda las experiencias, nada más excitante que sentir vértigo en el Carreño al filo de los acantilados de Perlora, cruzar los túneles de Pajares y admirar el paraíso desde lo alto, o tiznarse la cara en aquel trenecillo de juguete que subía desde Laviana hasta la playa fluvial de La Chalana. No hay panorama más hermoso que la vida vista desde el tren.

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