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Constitución Inmaculada

Un gran puente festivo y el más largo periodo de buen rollito

Cuarenta años cumple la Constitución que, al andar vecina en el calendario a la fiesta de la Inmaculada, alumbra por estas fechas un famoso puente vacacional. Aunque anecdótico, este es el más apreciado de los muchos beneficios que el Libro Gordo de la Democracia ha aportado al país. También están la libertad, la igualdad y todas esas cosas que en teoría garantiza, naturalmente; pero aquí somos gente viajera que valora como pocas un buen puente para vadear las aguas laborales.

Inmaculada y casi intacta -salvo muy leves retoques-, la Constitución ha aguantado cuatro décadas, hasta superar en duración al régimen antidemocrático que la precedió. Quizá el secreto de tal longevidad radique en que fue pactada de modo insólito por los franquistas y los demócratas, con el propósito de conjurar el miedo -muy presente hace cuarenta años- a la recaída de España en otra guerra civil.

Todos cedieron entonces en un amplio acuerdo pilotado por el Rey al que Franco había dejado como heredero de la tienda: y aplicado en sus detalles por Adolfo Suárez, el anterior secretario general del Movimiento. Así se llamaba curiosamente el partido único encargado de que nada se moviera en el país sin permiso del general superlativo.

Las Cortes franquistas se hicieron el harakiri y, a cambio, era de ver cómo el comunista Santiago Carrillo se fotografiaba con la bandera que su partido desdeñaba por monárquica hasta entonces. Si el temple de un político se mide por su capacidad para tragar sapos sin inmutarse, los del año 1978 dieron sobradas muestras de estar a la altura digestiva de aquel momento histórico. El resultado fue, sin exagerar, el más largo período de libertad, estabilidad y buen rollito vivido por una España a la que precedía su reputación de país turbulento.

Contra aquella Transición -que fue básicamente una transacción- se revuelven ahora grupos de izquierda extrema y ultraderecha que, poco a poco, van entrando en los engranajes parlamentarios del sistema. Unos repudian los orígenes de la actual Constitución; los otros pretenden desmontar las autonomías que la vertebran y todos claman contra el "Régimen del 78". Dados los ecos incómodos que la palabra "régimen" produce, hay que suponer que el uso de este término no es en absoluto inocente.

Poco importa eso. A estas alturas siguen siendo mayoría los que consideran que la democracia, como sugería Churchill, es el peor de los sistemas políticos existentes si se exceptúan todos los demás, claro está. Puede que la libertad sea un bien intangible que, al igual que el sol, solo se echa de menos cuando desaparece.

Si acaso, se podría achacar a la Constitución el deseo un tanto excesivo de legislarlo todo, incluyendo promesas difíciles de cumplir como el derecho a una vivienda o a un empleo. No es menos verdad, sin embargo, que sus redactores no llegaron al extremo de obligar a los españoles a ser "justos y benéficos", como mandaba la aprobada en Cádiz en 1812. O el todavía más extraordinario derecho "a perseguir la felicidad" que, más de doscientos años después, da un entrañable aire naif a la Constitución de los Estados Unidos.

Más modesta, la Carta fundacional de la democracia en España sigue proporcionándonos cuarenta años después el puente virginal y laico de la Inmaculada Constitución. Nada mejor que una fiesta o, mejor aún, un festivo, para celebrar la libertad, ayer de cumple.

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