Un gurú de los nuevos tiempos, de esos que llenan auditorios con sus sesudas reflexiones, plantea a sus oyentes un problema ético: circulas en un coche autónomo de esos que se conducen solos y un niño aparece de súbito en la calzada; al otro lado de la vía transita un camión, de manera que la máquina debe decidir qué hacer: o atropellar al niño o dar un volantazo y empotrarse contra el vehículo pesado. El dilema de elegir entre una vida y otra.
¿Qué será de nuestro futuro si queda en manos de las máquinas? Máquinas que nos harán la vida más agradable y fácil, pero que también sustituirán a los obreros de las fábricas, condenados al desempleo; ingenios tecnológicos cada vez más eficientes, pero también armamento más mortífero...
Ninguna generación de las que nos precedieron vivieron tantos cambios y de una manera tan rápida. Nuestros abuelos disponían de más tiempo, a veces décadas, para responder a las grandes preguntas. A nosotros se nos acumulan las preguntas y se nos va agotando el tiempo de respuesta.
El progreso imparable tiene sus cosas buenas y sus cosas malas: la educación y la cultura universalizadas, al alcance de la mano que sujeta el smartphone en cualquier parte del planeta; pero también la rápida expansión de la mentira interesada y de los intereses comerciales que nos bombardean a cada minuto. ¿Sabían que las noticias falsas se expanden por las redes sociales seis veces más rápido que las verdaderas?
Ya no basta con la educación tradicional para hacer frente a estos retos. Hay que repensar la enseñanza en lo global y replantearnos, como especie, cuál es nuestro lugar.
