Los jóvenes asturianos tienen todo lo que hace falta para triunfar: una alta cualificación y un elevado dominio de las nuevas tecnologías. Pero son los últimos en gozar aquí de oportunidades, empleos adecuadamente remunerados y posibilidades de volar del hogar familiar. Están a la cabeza de Europa en conocimientos y a la cola en trabajo, según un informe del Centro Reina Sofía y la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción del que informó LA NUEVA ESPAÑA. No puede existir un indicador más frustrante. A Asturias la acecha en toda su crudeza la tragedia del fracaso de su economía. ¿Qué más necesitan hacer las nuevas generaciones para poder vivir con dignidad del fruto de su capacitación y sus esfuerzos?

Asturias maltrata a sus jóvenes. Son los grandes damnificados de las crisis y de las políticas actuales, pero carecen de voz para protestar o para que los gobernantes les presten alguna atención. La necesidad de abrirse paso les está empujando a otros lugares del país o hacia horizontes lejanos. Sería estupendo de tratarse de una opción libremente elegida, o si comportara posibilidades de regreso, porque enriquece y abre la mente. No resulta así. Estamos ante una emigración de subsistencia. Y bien conocen los asturianos de la diáspora lo complicado del billete de vuelta.

Un estudio realizado por la Universidad de Oviedo constata que las medidas adoptadas desde el inicio de la crisis no han mejorado el empleo juvenil. La tasa de paro entre los menores de 25 años creció en la región en 26 puntos desde 2008. Por competencias educativas adquiridas los asturianos figuran a la cabeza de Europa. En cambio, España camina al lado de Grecia, Bulgaria, Italia y Rumanía en el coche escoba del continente a la hora de ofrecer oportunidades a quien inicia su andadura laboral. Los datos son hirientes y deberían de conmocionar a esta región conformista e impasible. En el fondo, expulsando a quienes están llamados a recoger la antorcha del relevo generacional, Asturias compromete sus pensiones, sus hospitales, sus escuelas. Su futuro.

La educación superior bate récords. Ni Alemania, con el doble de población, se acerca a España en titulados, aunque la Universidad ya no garantiza una salida óptima e introduce un severo problema de sobrecualificación, con licenciados ejerciendo de ujieres. La Formación Profesional no acaba de despegar pese a que la matrícula ha repuntado ligeramente. Ganan enteros entre las mujeres disciplinas tradicionalmente masculinas, como la calderería o la soldadura, un signo de modernidad y un hito. Hay alumnos de grados de Ingeniería desplazándose hacia ramas de oficios industriales, donde encuentran ese contacto con la cotidianidad del mercado del que carece la Universidad, enclaustrada en su torre de marfil.

La enseñanza dual, con clases teóricas y prácticas a la vez en las empresas, lleva camino de convertirse en el cuento de la buena pipa. Todo el mundo la considera imprescindible. La panacea. Y, efectivamente, no existe otra manera de resolver la carencia de mano de obra especializada -un clamor en ámbitos como el del metal- que recurriendo a los aprendices. Su materialización en el Principado cosecha fracaso tras fracaso por errores mayúsculos, prejuicios, desinterés o falta de ambición. Nadie, ni Ejecutivo regional, ni sindicatos, ni patronal, parece tomárselo en serio, por mucho que unos y otros alardeen de lo contrario en sus discursos.

El Principado ignora a los jóvenes, más allá de iniciativas cosméticas. Hasta a los que residen fuera les cercena los vuelos para retornar al hogar por Navidad, con su pereza habitual para afrontar cualquier asunto y su bochornosa carencia de previsiones aéreas. El Gobierno central peca de lo mismo. Acaba de lanzar a bombo y platillo un plan de inserción cuya medida estrella consiste en contratar a 3.000 orientadores para ayudar en la búsqueda de contratos. Surrealista. Como si llovieran las ofertas y únicamente faltara una camada de lazarillos que las seleccionara. Activar la economía para crear millones de nuevas colocaciones: he ahí la asignatura pendiente, lo urgente. Asturias cambió mucho en los últimos cuarenta años. Sólo fueron a peor sus estadísticas macroeconómicas, con la renta sostenida artificialmente por las jubilaciones. Además, pierde comba. Cada vez ve más de lejos al pelotón de las comunidades ricas, el espejo en el que mirarse.

La región no puede condenar a sus jóvenes al retroceso social. A convertirse en la primera generación desde la Segunda Guerra Mundial con menos bienestar que sus padres. Además, en una injusticia histórica, difiere los sacrificios y les endosa la responsabilidad de liquidar en las próximas décadas la montaña de préstamos solicitada para costear ahora el Estado asistencial. Los jóvenes hicieron lo que los mayores les pidieron: competir, instruirse, estudiar. Comprobar cómo eso les ha convertido en pobres rompe todas sus expectativas y les llena de rabia. La sociedad regional ha contraído una enorme deuda con ellos. Reconocerlo no basta. Hay que devolverles con hechos la esperanza.