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A las bibliotecas públicas, ni agua

La falta de fondos para adquirir libros

No alaben mi perspicacia, pues todos sabemos que los dos peores enemigos de las bibliotecas son el agua y el fuego. El líquido elemento porque destiñe el pensamiento impreso entre líneas y adhiere entre sí las páginas, y la hoguera inquisitoria porque carboniza las ideas, las convierte en mortecinas y las deja a merced del viento. Existe un tercer rival, tan siniestro o peor que los dos anteriores juntos, del cual hablaremos unas líneas más abajo.

Puede, dentro de lo posible, que alguien me reproche la defensa a ultranza que realizo en defensa de los libros; sentiría escucharlo, pues reconozco que, por sus merecimientos, todos estamos obligados a protegerlos. Como lo define Manuel Seco en el Diccionario del Español Actual: "Objeto formado por un conjunto numeroso de hojas de papel u otro material semejante, de tamaño y calidad uniformes, unidas por uno de sus lados y que ordinariamente contienen un texto impreso". Más que correcta descripción si no fuese por su frialdad semántica. Tendría que añadir: los libros son obras de arte e ingenio que nos enseñan a vivir y pensar; a convivir y respetar; a ser dueños de nuestros actos pues educan nuestra mente. Se comportan como objetos animados, entrañables criaturas perpetuas con corazón juvenil, siempre a nuestro servicio con la mayor ilusión. Inquebrantables amigos que gozan mientras les acaricias el lomo u olfateas su aroma; no te cuento lo que sienten cuando a través de la lectura se incrustan en nuestros cerebros: puro orgasmo.

Lo precisa de maravilla el viejo proverbio: "Leer para saber, para obrar, recapacitar". Afirmaba Cicerón que "Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma". Mutan en cortesía cuando se acomodan en biblioteca personal afín a nuestro gusto, pues son la vacuna ideal contra el tedio. Qué bienestar pueden llegar a proporcionar las bibliotecas circulantes, las de los centros sociales, las de los colegios y universidades? Qué satisfacción llegar a cualquier ciudad, grande o mediana, y toparse con una cordial (no encaja pero que bien parece el adjetivo) biblioteca, con estanterías repletas, cómodas mesas y sillas a nuestra disposición, o la posibilidad de llevar a casa, bajo el brazo y durante unos días, un cautivador compañero, tan reservado, que solo dialoga cuando descubrimos su guion.

¡Bibliotecas Públicas, un tesoro al alcance de todos! Lo que ocurre es que? Lo malo? Lo extraño es que solicitas cualquier novedad y? ¡Oiga! ¡Qué pasa aquí! Cómo es posible que los lectores se acerquen a buscar cualquier libro recién impreso, siempre que no haya entrado como depósito legal, y no dispongan de él. Por poner un ejemplo: pida el último libro de Eduardo Mendoza, "El rey recibe", o la nueva edición de "Nosotros los Rivero", o cualquier otro libro publicado a partir de 2011 y no hay manera. ¡Que vergüenza! Desde dicho año no hay un solo euro para la compra de libros en las Bibliotecas Pérez de Ayala, Oviedo, o Jovellanos, Gijón; para el resto supongo que tampoco. Qué hubiera pensado Federico García Lorca, en 1932, cuando llegó a Oviedo con el grupo universitario "La Barraca", el cual representó varios entremeses justamente a la puerta de lo que hoy es biblioteca, y vislumbrase el cartel: ¡Ni una sola peseta para la adquisición de libros! ¿Habría huido despavorido o se echaría a llorar?

Hay razones para que el espíritu se rebele contra tal injusticia, a la que, por otra parte, debíamos de estar habituados; ya sabemos que la cultura, perdonen que me repita, incordia a nuestros gobernantes. Siendo esto malo, peor es, según me contaron testigos del hecho, lo que soltó el señor viceconsejero de Cultura del Principado de Asturias, incómodo e irritado ante el visible cartel -sepan que los carteles protesta los carga el diablo- que proclamaba 0 Euros para la compra de libros. Cuentan lenguas dignas de crédito haberle escuchado asegurar que bastante hacen con mantener los gastos en bibliotecas y que, además, estas ya disponían de suficientes ejemplares, que los aficionados a la lectura aprovechasen los que había en las estanterías que, por supuesto, ya eran más que suficientes. Así se habla y así nos luce el pelo, cuando el que esto asevera es un alto cargo de Cultura. Quizás ignore que un libro puede ser algo más que la tercera cavidad del estómago de un rumiante.

En España, en cuanto a comprensión lectora, expresión oral, escrita y faltas de ortografía ocupamos uno de los furgones de cola. Si encima nos racionan la lectura en bibliotecas apaga y vámonos. ¿Adónde nos encaminamos? A las malditas pantallitas de móviles, tablets y demás engendros destructores de la capacidad de pensamiento.

Toda esta historia me trae a la memoria un episodio que viví en primera persona. Me encontraba tras el mostrador de la Librería Santa Teresa, en la que trabajé toda mi vida, atendiendo a una señora. Su hijo, alrededor de ocho años tendría, le solicitaba insistentemente un libro: ya saben ¡Quiero un libro, cómprame un libro! La buena mujer pronto se hartó. Al tiempo que le solmenó una sonora bofetada le cantó las cuarenta. ¡Para qué quieres un libro si ya tienes uno en casa! Según alguno, otro tanto habría que decirles a los usuarios de bibliotecas.

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